lunes, 27 de septiembre de 2010

El visionario razonable Antonio Muñoz Molina


REPORTAJE: IDA Y VUELTA
El visionario razonable

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 25/09/2010


Según su hija Allegra, Buckminster Fuller consideraba el barco de vela una de las invenciones más extraordinarias del ser humano. Propulsado sólo por el viento, un barco de vela se mueve sobre el agua siguiendo un rumbo preciso y transportando pasajeros y carga sin daño para el medio ambiente, sin dejar huella de su paso. Para él la belleza de las cosas se medía por la proporción entre el esfuerzo y los medios invertidos en hacer algo y su eficacia práctica. En un mundo de recursos limitados y necesidades abrumadoras, el desperdicio es un delito: en el proceso de su construcción y en el resultado final un velero era para Buckminster Fuller el ejemplo máximo de diseño racional y sostenible. "No luches contra las fuerzas adversas, úsalas", dice uno de sus aforismos: la forma y el material de la vela y la destreza del piloto ponen al viento al servicio del velero, que no deja manchas de gasolina ni trastorna a los peces con el sonido de su motor, y que aprovecha lo mismo las corrientes del aire que las del agua. Buckminster Fuller quería inventar casas y vehículos que tuvieran una liviana eficiencia de barcos de vela, que alcanzaran el máximo de estabilidad con el mínimo de peso, y se impacientaba con los arquitectos, empeñados en usar materiales y técnicas muy anteriores a los adelantos tecnológicos del siglo XX, entretenidos en minucias decorativas que a su juicio carecían por completo de importancia, obedientes a la inercia de la gravedad. Cuando era ya muy viejo, pero todavía asombrosamente activo, le presentaron a Norman Foster y la pregunta que le hizo nada más saludarlo se ha vuelto legendaria:

-¿Cuánto pesa su edificio, Mr. Foster?

A Norman Foster, claro, no se le había ocurrido nunca pensarlo. Cuánto de peso muerto hay en un edificio, o en cualquier construcción humana, cuánto de tosquedad innecesaria, de obediencia a la rutina, de autoindulgencia o despilfarro en el uso de los materiales. Para Fuller, el menos es más de Mies van der Rohe no era una cuestión estética, sino una grave exigencia moral. Cuanto más se pudiera lograr con menos mejor sería la vida de la gente en un mundo desequilibrado por la paradoja de la sobreabundancia y de la escasez, de los muy pocos manejándolo casi todo y despilfarrándolo insensata y dañinamente y la inmensa mayoría oprimida por la pobreza y en muchos casos convencida por los propagandistas del poder político y religioso de que la desigualdad, el sufrimiento, el hambre, la guerra, son castigos inevitables de este valle de lágrimas, al fin y al cabo nada más que la antesala del paraíso, que puede estar situado en la otra vida o en un futuro igual de hipotético. Una de las cosas que más irritaba a Buckminster Fuller de los augurios del apocalipsis, con frecuencia asociados a la nostalgia de paraísos perdidos, era el recelo ante la ciencia y la tecnología. Había pasado una parte de los primeros años de su vida en los paisajes de bosques y grandes ríos y perspectivas marítimas de Nueva Inglaterra, en los que parece tantas veces que se puede vislumbrar cómo era la naturaleza antes de la llegada de los seres humanos; y era muy consciente del potencial de destrucción del progreso tecnológico aplicado a la guerra. Pero también estaba seguro de que sólo ese mismo progreso tecnológico, empleado para crear en vez de destruir, podía asegurar un porvenir digno para todos los seres humanos. Aficionado como era a inventar palabras, y no sólo artefactos, inventó la palabra "efemeralización": "El modo de lograr que la tecnología, propiamente aplicada, pueda garantizar una mejor cualidad de vida a todo el mundo, en todo el mundo".





Buckminster Fuller

RIBA LIBRARY PHOTOGRAPHS COLLECTION | 25-09-2010

Buckminster Fuller (1895-1983), fotografiado en su despacho de la Universidad de Illinois en 1967.



Después de aquel encuentro con Buckminster Fuller es probable que Norman Foster ya no haya dejado de pensar en el peso de sus edificios, que es el de la responsabilidad de las acciones y las obras humanas, y también el peso muerto de la retórica y las palabras inútiles. En recuerdo a su maestro, que murió en 1983, Foster ha organizado junto a Luis Fernández-Galiano una exposición en la galería de la Ivory Press en Madrid que tiene algo de gabinete de juguetería delirante y de catálogo de artefactos que parecen flotar ingrávidamente entre la ingeniería y el sueño, la utilidad doméstica y el disparate. Buckminster Fuller murió a los 89 años de un ataque al corazón y en plena actividad. Había dado, según sus propios cálculos, cuarenta y siete vueltas completas a la Tierra, en el ejercicio infatigable de su proselitismo a favor de la aplicación de la máxima racionalidad y de la más sofisticada tecnología en el empeño de hacer mejores las vidas de todos los seres humanos salvando la integridad del planeta y el bienestar las generaciones futuras.

Los dibujos y las maquetas tienen algo del futurismo arcaico de la ciencia-ficción, de las ilustraciones de las novelas de H. G. Wells y los tebeos de Flash Gordon de los años treinta. Buckminster Fuller era un hijo del siglo XIX que vivió de niño en la era de los corpiños y los coches de caballos y conoció los campos de exterminio y la bomba de Hiroshima, los viajes a la Luna, la guerra de Vietnam, la presidencia de Reagan. En 1951, mucho antes de los primeros satélites, inventó la expresión "Spaceship Earth": la Tierra era una nave espacial cuyos habitantes comparten un mismo destino, por encima de las diferencias más o menos ilusorias en virtud de las cuales se matan los unos a los otros. En 1933 había diseñado un coche de tres ruedas que se llamaba Dymaxion y tenía algo de aeroplano y algo de velero, y era más rápido y ligero y consumía la mitad de gasolina que los otros coches. Diseñó un prototipo de casa hexagonal y luego circular que podía fabricarse en serie a un precio bajísimo y que en vez de apoyarse pesadamente sobre la tierra colgaba de un mástil central, como un puente de suspensión, se refrigeraba y se calentaba de manera natural y era casi autosuficiente y muy austera en su gasto de energía. Se había fijado en que los planisferios habituales representan los continentes y los océanos de una manera muy distorsionada, creando separaciones que favorecen la letal manía nacionalista de las fronteras, haciendo que América del Sur pareciera ser más pequeña que Groenlandia: creó un sistema de proyección en el que se ve la continuidad de la masa terrestre y el modo en que las corrientes marinas la envuelven por completo, facilitando conexiones y viajes. Perfeccionó la forma de la cúpula geodésica para lograr un máximo de espacio interior con un mínimo de materiales y de presión estructural.

Estaba convencido de que era tan visiblemente disparatado e insostenible el gasto militar, tan inútil y destructiva la guerra, que los seres humanos serían capaces de optar colectivamente por la sensatez y la concordia, con sólo que las alternativas racionales se explicaran con claridad. Murió convencido de que muy pronto se acabaría el plazo para elegir entre la utopía y la catástrofe, y de que, si todo salía medianamente bien, hacia el año 2000 se habrían quedado obsoletos la política y los políticos, además de la guerra.

Bucky Fuller & Spaceship Earth. Ivorypress Art + Books. Comisarios: Norman Foster y Luis Fernández-Galiano. Hasta el 30 de octubre. Comandante Zorita, 48. Madrid. Buckminster Fuller. Dymaxion Car. Foster + Partners. Ivorypress, 2010. 223 páginas. 59,90 euros. www.ivorypress.com.

Fantasía: El gran experimento
















La biblioteca clandestina Antonio Muñoz Molina


REPORTAJE: IDA Y VUELTA
La biblioteca clandestina

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 04/09/2010


Una oquedad desconocida de la historia española se abre en la penumbra de una sala de la Biblioteca Nacional; una oquedad como de una casa casi del todo a oscuras, una habitación clausurada en la que huele a polvo y a esos olores que nos repelían cuando nos aventurábamos de niños a empujar las puertas de pajares y desvanes en los que se guardaban cosas olvidadas, baúles que no había abierto nadie en mucho tiempo, con ropas y papeles viejos, manchados no se sabe de qué, mordidos por la carcoma y los ratones, parcialmente podridos por la humedad. Llego desde la claridad excesiva de la mañana de verano y los ojos tardan en acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado estrecho, interrumpido por columnas: casi podría oler el papel viejo de los libros, que a veces tiene manchas de humedad en los márgenes, el cuero muy gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que están guardados, en las que se exponen con esta iluminación tenue, después de haber permanecido ocultos durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.

Son libros pero están copiados a mano, no impresos. Parecen estar escritos en árabe, pero sólo son árabes los caracteres, que transcriben los sonidos del español. Son textos religiosos, tratados de medicina, leyendas fantásticas, relatos de peregrinaciones, itinerarios de huida para perseguidos, compendios legales, manuales para la interpretación de los sueños. En su mayor parte los escribieron moriscos españoles que practicaban en secreto su religión o que querían transmitir sus preceptos y los tesoros de su cultura a correligionarios que habían perdido la lengua árabe y que en muchos casos serían analfabetos: libros copiados clandestinamente de otros libros, leídos en voz alta delante de un grupo de oyentes que no sabían leer y que escucharían como esos huéspedes de la venta que en el Quijote escuchan la lectura de una copia manuscrita de El curioso impertinente. Para nosotros el acto de leer está asociado a la soledad y a la imprenta; también a la disponibilidad ilimitada de los libros: pero la primacía de lo impreso parece que tardó mucho tiempo en establecerse, y que durante siglos perduraron culturas orales de las que no han quedado casi rastros, del mismo modo que continuó la transmisión manuscrita de libros que así podían escapar más fácilmente al control del Estado y de los inquisidores. Los moriscos fueron expulsados definitivamente de España en 1610, pero mucho antes se había prohibido el uso de la lengua árabe, hablada o escrita. Un libro podía ser un tesoro inapreciable que se multiplicaba al ser copiado y leído en voz alta, pero también podía traer consigo la desgracia, la prisión y el tormento. Un simple papel en el que estaba escrita una frase piadosa protegía de la enfermedad y de la mala suerte a quien lo llevara consigo. Los inquisidores registraban a los moriscos sospechosos de apostasía secreta y les encontraban en el interior de la ropa pedazos de papel o de pergamino que guardaban como escapularios y que peleaban para no dejarse arrebatar. En muchos casos, eran analfabetos: pero esas palabras castellanas escritas en caracteres árabes que ellos no sabían descifrar les servían como talismanes, irradiaban su efecto benéfico sin necesidad de ser leídas, por el solo hecho de existir.

Un mundo entero de cuya amplitud y riqueza yo no tenía la menor idea se entreabre en esta sala sombría de la Biblioteca Nacional; un idioma de sonoridades a la vez limpias y mestizas, un español secreto y perdido que fue la lengua de aquellos compatriotas a los que les fue impuesta la expulsión. Como los judíos más de un siglo antes, los musulmanes españoles vivían como extranjeros en los lugares en los que habían nacido y debieron elegir entre la conversión forzosa y el destierro, y en muchos casos acostumbrarse a una doble vida clandestina en la que no faltaba nunca la sombra siniestra de la Inquisición. No es, desde luego, un maleficio solo español, el resultado de una predisposición genética a la intolerancia, como parece creer desdeñosamente Henry Kamen: en la Europa de los siglos XVI y XVII las guerras de religión y las persecuciones de herejes fueron una epidemia que dejó tras de sí grandes montañas de cadáveres. Pero quizás nuestra historia posterior, el catálogo de exilios que se prolonga desde los liberales y los afrancesados de 1812 a los republicanos de 1939, nos ha hecho más sensibles a estos desgarros del pasado lejano. Muchos de nosotros crecimos en un país en el que aún se podía tener una sensación de secreto y peligro al leer ciertos libros, y en el que la propaganda oficial celebraba con el mismo orgullo y con parecido lenguaje la expulsión de los judíos y de los moriscos y la derrota de los rojos. Al llamar Cruzada de Liberación a la Guerra Civil nuestros libros de texto la convertían casi en la última batalla victoriosa de la Reconquista.

Por eso nos conmueve tanto el monólogo del morisco amigo de Sancho en la segunda parte del Quijote: "Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural". Me acordaba del desolado morisco Ricote en la Biblioteca Nacional, y de esos cartapacios en caracteres árabes en los que Cervantes dice haber encontrado la historia de Don Quijote escrita por Cide Hamete Benengeli, culminando la estupenda ironía de que sea morisco y por lo tanto sospechoso y destinado a la expulsión el autor de las aventuras de un hidalgo tan católico y de un escudero pobre y analfabeto cuyo máximo orgullo es su limpieza de sangre, sus "tres dedos de enjundia de cristiano viejo".

Ricote le cuenta a Sancho que ha vuelto a España para buscar el tesoro que dejó escondido antes de marcharse. Casi todos estos libros que ahora permanecen abiertos en la tenue luz aséptica de las vitrinas vienen de escondrijos a los que sus dueños no regresaron. Los envolvían reverencialmente en lienzos de lino y les ponían unas piedras de sal o unas ramas de espliego para que no los dañara la humedad y los guardaban tan meticulosamente que han tardado siglos en ser descubiertos. Qué historia habrá detrás de cada uno de ellos; cuál sería el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran, o con la esperanza de volver a encontrarlos intactos cuando les fuera posible el regreso. En el pueblo de Ricla, en Zaragoza, apareció uno en 1719, debajo de un tejado; en 1728, en el mismo pueblo, el lugar escogido había sido un pilar hueco en un patio; en Agreda, en 1795, se encontraron unos libros moriscos al derribar una pared, descubriendo en ella una alacena tapiada. El hallazgo más cuantioso sucedió en Almonacid de la Sierra, en 1884: en el derribo de una casa antigua se descubrió que entre el suelo de obra y el falso suelo de madera de una habitación había más de ochenta volúmenes, intactos después de trescientos años, con sus telas de lino y sus piedras de sal. El fuego del que habían escapado al final acabó con muchos de ellos: los albañiles los usaron para prender hogueras.

Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural. Biblioteca Nacional. Madrid. Hasta el 26 de septiembre.antoniomuñozmolina.es

Intron Depot 2: Blades Masamune Shirow












martes, 14 de septiembre de 2010

Original Soundtrack





Pensaba, días atrás, en hablar sobre posibles bandas sonoras mientras leemos los comics. Fue así, una casualidad, como tantas otras para encontrar http://karmacomic.blogspot.com/2010/08/la-banda-sonora-de-vertigo.html.

El enlace de un enlace, un blog de Raúl Martín, cuya calificación entraría en lo técnico, muy bueno, de verdad.

Pregunta: “¿Qué música escuchamos al leer nuestros cómics favoritos? ¿Cuáles serían los álbumes, grupos o estilos ideales para cada colección?

La música es un elemento difícil de clasificar, pero mi pereza es la culpable de no organizarme algunas bandas sonoras para acompañar mis lecturas favoritas. Suelo abstraerme demasiado, pero recuerdo con cariño escuchar a Police mientras leía apasionado los primeros números del Metal Hurlant que se publicaron en España, también “Rattle and Hum” de U2 mientras alucinaba con “El Regreso de El Señor de la Noche” de Frank Miller, más menos en la Prehistoria.

Lean, les recomiendo que lean al artículo de Raúl Martín sobre música para escuchar con los comics, de verdad que lo disfrutarán.


lunes, 13 de septiembre de 2010

Muestras





No es publicidad




No, no es publicidad. Bueno, también es publicidad.  Tan solo quiero enseñar la ilustración de Phillipe Buchet, el catalogo, es de un amigo. 

Me encanta buscar todas las referencias a diferentes comics que el autor disemina por todas partes. Interesante. Curioso.