martes, 19 de octubre de 2010

Héroes de Grecia y Roma en la pantalla





CRÍTICA: LIBROS - Ensayo
Héroes de Grecia y Roma en la pantalla

CARLOS GARCÍA GUAL 16/10/2010



Existen muchos libros y ensayos sobre las figuras del mundo antiguo en el cine. Uno de los indiscutibles méritos de éste es recordarlos todos en notas y alusiones y una completa bibliografía final, con especial atención a los de autor hispano. Fernando Lillo, buen experto en el popular género fílmico y televisivo del péplum, ha publicado ya dos libros y varios artículos amenos sobre su ya larga tradición y el renovado impulso de estos últimos años -con filmes tan espectaculares como Troya, Alejandro Magno y Gladiator-. Con estilo didáctico y esmerada documentación, pasa revista aquí a las películas con personajes de talla heroica. Recuerda cómo en la pantalla van desfilando los grandes héroes del mito y la historia antigua, en una galería de retratos que inicia el mítico Aquiles y cierra el bárbaro Atila. Primero los héroes griegos, luego los romanos. Al ir contando argumentos y detalles curiosos de tantas y tantas representaciones fílmicas, evoca su trasfondo, el mundo clásico que conoce bien, por oficio profesoral. Todos hemos visto algunas de estas películas; aquí están todas, las que vimos de niños y las de ayer. El libro no intenta una crítica de fondo del género; no censura la burda y superficial recreación del pasado ni la mediocre calidad de los actores ni el color chillón de los decorados; sólo apunta bien algunos anacronismos y curiosos detalles inventados por los guionistas, poco respetuosos, ya se sabe, con los textos antiguos. El péplum se dirige a un público ingenuo, y el libro cumple su objetivo: da un variopinto inventario, una ordenada y amena colección de estampas heroicas. (Donde no está la bella Hipatia, no sé si por no ser bastante heroica, o ser egipcia, o por la fecha reciente de Ágora).

Héroes de Grecia y Roma en la pantalla

Fernando Lillo Redonet

Evohé. Madrid, 2010

335 páginas. 17,50 euros

Germán García

Oviedo, 23-10-70. Estudia Diseño gráfico en la Escuela de Artesaplicadas y oficios artísticos de Oviedo. Con especialidad de ilustración. Pequeña ficha técnica de uno de los dibujantes jóvenes con más proyección en los años 90. Y que cuando empezaba a destacar, dibujando X-Men en Marvel y Superman en DC, posiblemente comics de Superman como hacía tiempo que no encontraban los americanos. Entonces, desapareció. Cosas que pasan. Yo me quedo con su serie (inacabada) de Tess Tinieblas. He visto por la red un trailer para una película de animación sobre Tess Tinieblas, y bueno, mejor no lo hubiese visto.


























Dibujos extraídos de un sketchbook publicado por Kaleidoscope en 1998

lunes, 18 de octubre de 2010

Corot, el pintor de la maestría constructiva

Revista de Agosto

EL PAIS, jueves 25 de agosto de 2005

Paseo por el museo Thyssen-Bornemisza

Corot, el pintor de la maestría constructiva

Nada es evidente ni previsible en el trabajo del artista francés, que agotó todas las posibilidades de la narrativa visual. El cineasta José Luis Cuerda ha revisitado en el Museo Thyssen de Madrid su obra, alto y turbador testimonio de otra época. Por José Luis Cuerda.

Corot pinto unos 3.500 cuadros, de los cuales según una broma de sus contemporáneos unos 10.000 fueron vendidos en Norteamérica. Un día Corot era en Boston un día brumoso, y, en cualquier lugar del mundo, un paisaje era francés si lo había pintado el o alguno de sus imitadores, de esos a los que el propio Pere Corot, bautizado así por tamaña bondad, regalaba su firma, para que pudieran vender su mercancía por mucho mas de lo que correspondería a sus meritos. Napoleon III mismo compra por 3.000 francos en 1855 La carreta. Recuerdo de Marcoussis (catalogo 77, numeración en la excelente exposición del Museo Thyssen, y en su catalogo); y en 1866 regala a su esposa, Eugenia de Montijo, La soledad. Recuerdo de Vigen, Limousin (cat. 78) por el que paga esta vez 18.000 francos, lo que indica el aprecio que en tan solo 11 años sufre la pintura de Corot.

Hijo y nieto de comerciantes adinerados, Camille Corot escapa a su destino mercantil en el ramo de los tejidos y sombrerería, nada apetecido por el, al morir en 1821 su hermana Virginie Anne. Corot convence entonces, no sin dificultad, a su padre para que le asigne la dote de la hermana muerta. Al serle adjudicada, tal dote le permitió vivir, pintar y viajar durante los años iniciales de su independencia, hasta que el mismo, venta de su obra mediante, pudo correr con sus gastos, nunca pródigos.

En cualquier caso, Corot, una vez pintor, no fue insensible ni timorato ante las demandas del mercado. A lo largo de su vida hizo muchas veces copias reducidas de los cuadros que exponía en el Salón parisino, concurso nacional que se celebraba allí todos los años y que servía para consagrar a los artistas y a los movimientos artísticos, glosados por los más importantes escritores de la época, para venderlas mejor fuera de la metrópoli. También se sabe que, en sus últimos años, había llegado, incluso, a un acuerdo con varios marchantes, para que alquilasen sus cuadros a quienes quisieran y pudieran lucirlos temporalmente en sus mansiones.

Llegados aquí, conviene afirmar con urgencia que es sumamente recomendable eliminar, sin embargo, cualquier prejuicio mercantilista al enfrentarse a los cuadros de Corot, porque Camille Corot (París- 1796-1875) fue, ante todo, un pintor sabio, y su obra se mantiene hoy como uno de los más altos y turbadores testimonios de una época fluidísima, quebrada y poco aprehensible para nominalismos ortopédicos –estilos, movimientos, influencias-, a los que Corot rebosa pantagruélicamente, para ofuscación de clasificadores estajanovistas.

La crítica más rigurosa del momento dedicó páginas entusiastas a su obra y la defendió de cuantos la consideraban poco elaborada o torpe: “Corot…no tomó de la naturaleza nada más que sus efectos y, por así decirlo, la impresión moral -¿suena ya a impresionismo?- que nos produce su contemplación. Por eso el propio pintor no da a sus cuadros el nombre de los paisajes; los llama “efecto matinal”, “crepúsculo”, “atardecer”… Lo que busca no es la forma palpable, sino la idea -¿suena ya a abstracción?”- (Perrier, 1855).

Y, además, se lo trabaja con honradez menestral: “Corot se pasa la vida por los montes y barrancos, por senderos y caminos, mientras que muchos de sus colegas paisajistas van a hacer sus estudios del natural al ministerio o junto a los diputados” (Champfleury, 1894).



José Luis Cuerda observa La odalisca romana (1843) en la exposición Corot. Naturaleza. Emoción. Recuerdo en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Y viene el mérito añadido de convertir el sudor de su frente en soplo sutil de flauta, a la que era muy aficionado: “Me parece que la pintura algo mística de Corot actúa sobre el espectador, más o menos, como la música del dilettante a través de un medio indirecto e inexplicable” (Thoré, 1874).

Pero eso no es todo, Baudelaire quien acierta a definir la pintura de Corot con una dicotomía , lo “hecho” y lo “acabado”, que debería servir de frontispicio analítico para abordar cualquier obra de arte:”…Una obra con genio, si se prefiere, una obra con alma, en la que todo está bien visto, bien observado, bien entendido, bien imaginado, está siempre muy bien ejecutada cuando lo está suficientemente, ya que hay una gran diferencia entre una pieza hecha y una pieza acabada, y, por lo general, lo que está bien hecho no está acabado y una cosa acabada puede no estar hecha en absoluto”. Yo me llevé un alegrón al encontrar esta cita, porque el adverbio “suficientemente” es para mí, en su expresividad sintética y fatal, la clave de todo lo que me gusta y de todo lo que detesto en el arte y en la vida –la exactitud, el matiz, la melodía; la obviedad, el didactismo insultante, la percusión-. Viene aquí a cuento también la doctrina del iceberg de Hemingway: En la narración, en el arte, es “suficiente” mostrar la parte emergente del iceberg. Corot está ahí.

Baudelaire bajará los grados de su entusiasmo, años más tarde, al criticar los souvenirs del maestro, recuerdos brumosos, idealizados hacia el optimismo o hacia el pesimismo por el pintor (cat. 71-81). Con tacto y con brillantez afirma: “Monsieur Corot no tiene el diablo bastante metido en el cuerpo” (1859).

Años después, 1875, y ante una obra de exacerbado lirismo, Zola saldrá al quite: “Los placeres del atardecer con faunos danzando sobre la yerba en el aire rosado el crepúsculo es una de las obras más sinceras y emotivas que jamás he visto”.

Sin poder evitarlo, los exegetas posteriores de Corot caen en la perplejidad al ver que el maestro deriva desde una supuesta modernidad anticipatoria en sus primeras pinturas hasta, su vejez y en la cumbre de su maestría, un incomprensible romanticismo, superado a esas alturas por el realismo, por el naturalismo y por un estilo neonato bautizado despectivamente en 1874 como impresionismo (cat. 71-81).

Los primeros apuntes del natural (abundan en el cat. 9-23) que realiza Corot, admirables tanto por la simplicidad de su concepción y ejecución como por su construcción perfecta (cat. 10 y 21), fueron pronto considerados como anticipatorios del impresionismo. En realidad el pintor solo buscaba ejecutar unos ensayos constructivos y resolutivos, valiendose de la luz y del color, de los valores, del tono y del ritmo interno del cuadro (cat. 12, “dibujado” por las luces y sombras), para captar lo que se ve y lo que siente, eso sí, como pocos han sabido hacerlo. Los destinaría al recuerdo personal, a “hacer manos” o, muchas veces, al retoque, a la adición y a la hechura definitiva en el estudio. La perfección de su jerarquía geométrica y la potencia expresiva de tan escasísimos elementos (cat. 9) despiertan simpatías y admiración muy comprensibles, y la etiquetación a destajo. En 1930, procedentes de la colección de la princesa Louis de Croÿ, se subastan los apuntes, tan similares a los de Corot, pero hechos 50 años antes, de Valenciennes y de Michallon. Sorprendidos, compradores y estudiosos terminan por enterarse de que Valeciennes, Michallon y Corot, cada uno en su momento, no hacen sino seguir el canon neoclásico del apunte del natural en vigor desde finales del siglo XVII, aunque sólo conocido, practicado, como es lógico, y valorado por los propios pintores.

La maestría constructiva de Corot se mantiene, intacta en la cumbre, a lo largo de su carrera, y a ella se agarra Baudelaire en algún caso para resaltar los méritos del pintor, temeroso de que su soltura en la ejecución asuste al jurado de los salones a los que concurre; pero la pintura de Corot contiene, también desde muy pronto, un secreto básico, impermeable a las anécdotas, historietas (o historiazas) que le sirven de pretexto para humanizar sus paisajes: su dedicación, diríase que biológica, a la pintura como tal.

Es verdad que Corot incluye en sus lienzos imágenes de animales y, sobre todo, de figuras humanas, siguiendo así, aparentemente, otro canon neoclásico que obliga a meter en los paisajes de éstas, el escalón más alto del mundo animado, para dignificarlos –como cuando se pretende que el amor dignifique el sexo, añado yo, a saber por qué-; pero poblar éstos de figuras realistas –campesinos- o imaginarias –de procedencia mítica o histórica, aunque, a veces, le salga un santo muy del terruño (San Sebastián; cat. 70) o un pastor demasiado mítico (Puesta de sol. Cat. 35)- no es, la mayoría de las veces, sino un pretexto para, por medio de los toques de color propios de las figuras, o de la postura o la colocación de éstas en el lienzo, terminar de construir o apuntalar el propio cuadro (cat. 31).

Se sabe que Corot tenía por costumbre mirar sus obras en la fase final de su ejecución, con los ojos entornados y al revés, para valorar así el peso y distribución de las masas dentro de su conjunto, la jerarquía de los valores, el efecto de las luces y las sombras y el impacto de los toques de color, como quien mira un abstracto. También se sabe que pintaba muchos cuadros a la vez y que se paseaba entre los numerosos caballetes dando toques constructivos, de colores rojo o blanco muchas veces, a cuadros inacabables, hendiendo con el mango de sus pinceles las partes más carnosas del óleo, para fortalecer un efecto, o restregando su pulgar como una involuntaria segunda firma, para desaturar el pigmento, cuando aún estaba bastante licuado, o agrandar una mancha.

Porcentualmente, las tintas planas, los brochazos, la superficie coloreada, insinuada, inidentificable más allá de sí misma, insignificante –en apariencia, porque guía la vista a él, lo encuadra, lo valora-, con respecto al motivo principal, en los lienzos de Corot es infinitamente superior al trozo de los mismos dedicado a éste. El perro de Goya viene al recuerdo cuando se observan estos cuadros (cat. 7, 9, 18, 19, 21, 24, 29, 30, 44). Son la antianécdota, la antipostal. Lo que la lógica más elemental, no la mejor, obligaría a enseñar privilegiadamente: el coliseo, la catedral, el pueblo que da titulo al cuadro, están obstaculizados al ojo del observador por ramajes, muros, montañas, descampados, desmontes, rocas, como si el pintor, obligado a respetar la realidad que tiene ante sus ojos, se viera forzado a incluir estos elementos; pero ¿porqué se ha colocado ahí y no en otro sitio desde el que pudiera evitarlos? En el caso de Corot yo lo tengo claro. Para pintar. Para agotar todas las posibilidades de la narrativa visual con la mayor economía de medios posible. Para, con masas de luz o de sombra, de verdes o de ocres desdibujados, abstractos, plasmar, como ya se dijo, no la realidad, sino la emoción que produce la realidad. “Lo que sentimos es real”, afirma Corot. Y, cuando alguien le pide opinión sobre su contemporáneo Millet, no duda en afirmar: “Reconozco que tiene mucha ciencia, que hay aire, profundidad (en sus cuadros); pero todo ello me da miedo. Yo prefiero mi musiquilla”. ¿Qué querrá decir con lo de su musiquilla? Por supuesto, todo lo que hemos dicho hasta ahora, de lo que él era consciente antes que nadie; pero, además…



Los pocos datos biográficos, en lo privado, que tenemos de Corot nos lo presentan como un hombre firme partidario de lo adecuado, de lo conveniente. Sin embargo, no practicó casi ninguna de las costumbres aceptadas como normales de la época: no se casó, no se le conoció pareja, vivió más tiempo en casas de amigos o viajando que en su propia casa… La única referencia significativa con respecto a las mujeres es la que dedica él mismo a las putas romanas, frecuentadas en su juventud, de las que afirma que son muy sensuales, pero menos cariñosas que las damas francesas (cat. 62), o la referencia, malévola de por sí y por venir de quien viene, Goncourt, que reza: “Saca todos los meses tajada de alguna desaseada modelo que viene a verle…”. La correspondencia con los amigos se circunscribe la mayoría de las veces al anuncio de su visita para, instalado en sus casas, pintar hasta la extenuación los alrededores de las mismas o hacerles retratos que les regala y que nunca expuso al público… O, entre colegas, apreciaciones técnicas de las exposiciones que ve o de la pintura en general.

Pintura. Una vez más, es en los cuadros de Corot donde hay que encontrar respuesta a sus sentimientos, a su biografía. Las figuras de Corot fueron admiradas por Van Gogh, Picasso, Renoir, Degas, como sus paisajes lo fueron por Cézanne (“La emoción que corrige la regla”, afirmaba de su pintura). En contraposición a la maledicencia de Concourt conviene citar lo que, sobre similares visitas, escribe Moreau-Nélaton: Corot vestía a “una de aquellas mujeres de los arrabales que frecuentaban los estudios, con oropeles más o menos italianos”, con el fin de “dedicarse a pintar por el placer, por la alegría de plasmar en el lienzo una hermosa mirada negra y de armonizar el blanco de una camisa con el amarillo de una manga o el rojo de unas enaguas”. De nuevo, una coartada para pintar. La figura humana, concreción máxima de lo individual, vuelve a ser pretexto, perchero de formas y colores aplicados con absoluta libertad, arropada de fantasía y sentimiento, “irrealizada”, “abstracta” (cat, 55, 65).

Al final de sus días, Corot, dado a un onirismo de aguas que reflejan cielos en una síntesis probablemente tan apetecida como no lograda, pinta un cuadro terrible: Paisaje nocturno con una leona (cat. 79). Dos heridas, una seca y otra vertical, el tronco rajado de la izquierda, y otra horizontal, purulenta, un ocaso reventón, en el tercio inferior del lienzo, que parece salir del pecho de la leona, , reenmarcan el cuadro, lo construyen sobre la tierra muerta –manchones abstractos, con una extraña planta insinuada, raspada sobre la pintura a la izquierda del mismo, abajo-. Una insinuación de leona –cualquier bestia-, inidentificable como tal si no fuera por el título, se recorta sobre la herida roja y amarillenta del sol que se va. Y un impresionante enramado flamígero, resuelto poderosamente a pinceladas de brocha con óleo muy licuado sobre un cielo demasiado atardecido para ser nocturno conforman la obra. A despecho del comedimiento atribuido a Corot, quien quiera podrá ver que la noche está en el pintor, no en el cuadro que la leona es el diablo que Baudelaire echaba de menos en su interior, y que en la herida roja ha cuajado la musiquilla que tanto valoraba Corot en sí mismo.

Por suerte para el arte, nada en Corot es evidente ni previsible, en todos sus cuadros el argumento principal se superpone, tan insignificante narrativamente como expresiva, la pintura, cuyo porcentaje siempre es superior a aquél. En todos los elementos, tierras, aguas, árboles, edificios, incompletos, parciales, fronterizos con el marco, que invitan a seguirlos, a salir con ellos del lienzo y entrar en la vida… Aunque en la vida nos espere la leona. Qué más da. La fiera que acecha fuera no es de distinta naturaleza que la que llevamos dentro. Calculado todo esto por aproximación.

Por José Luis Cuerda

sábado, 16 de octubre de 2010

Iván Nikolaevich Kramskoi (1837-1887)



Iván Nikolaevich Kramskoi (1837-1887)

Iván Kramskoi nació en la ciudadOstrogoshk, en la región de Voronezh, en la familia de un escribano. Forzado por las circunstancias empezó a trabajar en un taller de fotografía en donde empezó a despuntar su talento. En 1857 ingresó en la Academia de Artes de San Petersburgo. Posicionándose en contra del academicismo fue uno de los iniciadores de "la revuelta de los catorce" que terminó con su expulsión de la Academia y la fundación del Artel de Artistas en 1863. En 1870 se convirtió en la cabeza e ideólogo de laSociedad de Exposiciones Itinerantes, una asociación de artistas unidos por un ideario común que representarón una fractura en la historia del arte y la cultura del país.

La herencia de Kramskoi en el arte ruso es incalculable: junto a impecables obras maestras se encuentran nuevos y originales conceptos artísticos que empujaron al creador a los límites de su capacidad creativa, límites que intentó superar durante toda su vida a base de un tenaz trabajo.

Kramskoi fue también uno de los mejores retratistas rusos y realizó una serie de brillantes retratos de lo que él consideró los personajes más valiosos del país: L. N. Tolstoi, I. A. Gancharov, N. A. Niekrásov... Dichos retratos sorprendieron a sus contemporáneos por su extraña agudeza y finura en la psicología de los personajes. Sus retratos no se dirigieron sólo a personajes famosos sino a gente del pueblo como el retrato de Mina Moiseyev (1882) o el del Campesino con Bridas (1883).

Uno de los temas mas importantes en la obra Kramskoi fue el de la reflexión sobre la elección del modo de vida y el servicio desinteresado y consciente al prójimo. Dicho tema haya su perfecta encarnación en el cuadro "Cristo en el desierto" (1872) como expresión del autosacrificio heroíco. La continuación de esta serie de trabajos quedó bruscamente interrumpida dejando inacabada su obra "Carcajada".

Al final de su vida Kramskoi realizó una serie de obras en las que se abrió a nuevos caminos pictóricos: la enigmática "Desconocida" o la bella "Noche de luna".

Texto extraído de:

http://museoruso.blogspot.com/2008/10/ivn-nikolaevich-kramskoi-1837-1887.html