miércoles, 26 de enero de 2011

Vidas paralelas por Julia Luzán


No es impresionismo, pero es terriblemente impresionante. Ni Tur­ner ni Monet pintaron nunca unos rayos de sol tan cegadores como los cuadros de Sorolla". El político y escritor francés Henry Rochefort se llena de elogios -"No conozco pincel que contenga tanto sol"-ante la obra del artista valenciano, que a principios del siglo XX había conquistado París con todos los honores. Por aquellas mismas fechas, otro joven pintor, John Singer Sargent, "un Degas norteamerica­no", triunfaba con sus retratos en Londres y Francia. Amigo de Monet, con el quepintó al alimón en su casa de Givernv. fuecompañero de viaje de los impresionistas, pero no quiso formar parte del movimien­to. Sargent y Sorolla estaban, por edad, muy cerca de la generación que revolu­cionó el arte contemporáneo, la de Van Gogh, Gauguin, Seurat y Cézanne, pero nunca se alinearon con ellos. Exploraron al máximo la pintura de la luz y el color y se mantuvieron lejos de cualquiera de los ismos que surgieron en el siglo pasado.

Tomás Llorens, conservador jefe del Museo Thyssen de Madrid hasta hace un año y comisario de la muestra Sargent / Sorolla que inaugura la temporada, pone en evidencia el olvido que han sufrido am­bos pintores y el hecho de que todavía hoy "muchos españoles se sorprenden cuandose les dice que entre 1900 y 1910 Sorolla go­zaba de mayor reconocimiento interna­cional que Picasso".

Sorolla (1863-1923) y Sargent (1856-1925) tuvieron una inmensa popularidad en su época y entraron en declive cuando el si­galo XX cambió de rumbo tras las dos gue­rras mundiales. A ambos les unió el afán por lograr una pintura moderna a partir de la tradición naturalista. Reconciliado­res de lo antiguo con lo nuevo, dejaron pa­tente en sus pinturas respectivas un buennúmero de afinidades.

Joaquín Sorolla, "un pintor pintor", fue un artista arraigado en su contexto va­lenciano, mediterráneo y español. Sar­gent, mucho más mundano y cosmopolita, llegó a ser el retratista más solicitado de su época. Americano de origen y de voca­ción, vivió como un ciudadano del mundo. Nacido accidentalmente en Florencia, su infancia y educación transcurrieron entre París y Londres. Entre sus amigos hubo escritores como Henry James o Robert Louis Stevenson y artistas como Monet y Rodin. Los impresionistas franceses lo consideraban uno de los suyos, pero los academicistas británicos, también.

Retratos pintados a kilómetros de distancia y que parecen salidos de la misma mano. Arriba, "Las señoritas de Vickers", 1884, de Sargent. Sobre estas líneas, "Mi mujer y mis hijas en el jardín", 1910, de Sorolla (colección Masaveu, Oviedo). Abajo, a la izquierda, "Essie, Ruby y Ferdinand, hijos de Asher Werthelmer", 1902, de Sargent (Tate de Londres). A la derecha, "Mis hijos", 1904, de Sorolla.


Sargent y Sorolla se conocieron seguramente en París, entonces capital indis­cutible del arte, con motivo de la Exposi­ción Universal de 1900. Debieron de desa­rrollar una buena amistad porque Sorolla regaló a Sargent el boceto de ¡Triste he­rencia!, y Sargent correspondió con una obra suya, La cuadra. Ese cuadro de Sorolla, a quien el pintor Boldini llamó "el dia­blo español", acabó por fijar el éxito abso­luto del pintor en París. Pero los niños en­fermos y tullidos del asilo de San Juan de Dios que se bañaban bajo la vigilancia del fraile en ¡Triste herencia! no eran ni mu­cho menos los niños llenos de vida que acostumbraba a dibujar el pintor valen­ciano. Sorolla escribe a Clotilde, su mujer: "Aquí el cuadro que produce más entu­siasmo es ¡Triste herencia!, es el amo se­gún me cuentan, pero a mí el que más me gusta es Comiendo en la barca...". Años antes, John Singer Sargent ya había con­quistado París con su cuadro Madame X, un elegante retrato de Madame Gautreau, la mujer de un hombre de negocios pari­siense. Sargent representó a la atractiva joven vestida con un provocativo traje ne­gro, pegado al cuerpo y con un escote de vértigo, a lo Rita Hayworth en la película Gilda. El exquisito perfil de la mujer y su delicada belleza causaron furor en el Sa­lón de París de 1884.

Siguiendo los pasos de su admirado Manet, también Sargent viajó a Madrid para visitar el Museo del Prado y estudiar a Velázquez -siempre se enorgulleció de su copia del Esopo del pintor sevillano-. Aprendió a pintar con grandes pinceladas envolviendo la figura por detrás con am­plias sombras, medios tonos y luces. Pero la influencia de Velázquez es también de­cisiva en la pintura de Sorolla. La luz y la composición dominan su pintura, y desde principios de 1890 ya empieza a destacar como retratista, algo que parece sorpren­der al propio pintor: "¡Yo pintor de retra­tos!". El caso es que hizo más de 400 y que los grandes personajes de la vida cultural, social y política posaron para él.

En 1908, Sorolla expone en Londres. Le presentan como "el más grande de los pin­tores vivos". Sargent le acompaña proba­blemente en su visita a la capital inglesa. Todos le agasajan. "Anoche", escribe a Clo­tilde, "estuve en la Royal Academy; fue un banquete magnífico y estuve atendido con gran esmero, presidió el príncipe de Gales, hablé con él y estuvo muy cariñoso". Fue en Londres donde conoció al millonario norteamericano el hispanista Archer Milton Huntington, quien le propone llevar su obra a la Hispanic Society of America, de Nueva York, una institución creada por el magnate para la difusión de la literatura y el arte español. Otro millonario, Thomas Fortune Ryan, le encarga pintar su retra­to y el de su amante, que el pintor tituló con cierta sorna Retrato de la amiga de Mr. Ryan (1913). En Washington pintó el re­trato del entonces presidente de Estados Unidos, William Howard Taft, y de su es­posa. En febrero de 1909 se inaugura en Nueva York su exposición Joaquín Sorolla at The Hispanic Society of America. Pre­sentó 356 obras, ante las que desfilaron 170.000 visitantes.

En París, los artistas discutían sobre las vanguardias. Experimentaban con el cubismo y el fauvismo y faltaban algunos años para que André Breton escribiera su Manifiesto surrealista. El ruido de sables de la Primera Guerra Mundial se escuchaba cada vez con mayor estruendo. Mientras, Sorolla trabajaba sin descanso para cumplir su acuerdo con Huntington de decorar con los murales de Visión de España la His­panic Society de Nueva York.

Sargent y Sorolla ofrecen con sus retra­tos un who is who de la sociedad de aque­llos años. Reyes, presidentes, ricos y famo­sos desfilan para sus pinceles, Unamuno, Ortega, Marañón, Ramón y Cajal, Alfonso XIII, en el caso del español; Theodore Roo­sevelt, Vaslav Nijinsky, John D. Rockefeller, Henry James, la señora Vanderbilt y una de sus protectoras, la bostoniana Isabella Stewart Gardner, para Sargent.

El dandismo del que hacía gala Sargent era la mejor tarjeta de visita para su pin­tura, algo que Roger Fry, el pintor del pos-impresionismo, miembro destacado del círculo de Bloomsbury, amigo de la escri­tora Virginia Woolf, definió como atrac­ción hacia la "aristocrática vulgaridad".

Su postura de no tomar partido por ningún movimiento pictórico fue en él una forma de significarse y, aunque no inventó nada, lo cambió todo. "Pinto lo que veo... Y no me gusta investigar lo que no aparece ante mis ojos. Hago crónica. No juzgo", solía de­cir. Su corrección externa se transformaba en un volcán interior. Era un bon vivant que disfrutaba con la comida y los place­res. Amaba la música, leer y jugar al aje­drez en su casa de Londres, en el elegante barrio de Chelsea. También el baile es­pañol que descubrió en sus viajes a Anda­lucía. Su sexualidad siempre oculta se re­vela a través de sus dibujos de desnudos masculinos, de magnífica sensualidad.

Mientras Sorolla pinta los murales de la Hispanic Society, Sargent hace lo mismo en las salas de la nueva Biblioteca Pública de Boston. Embarcado en una obra monu­mental, elige como tema pasajes del Anti­guo Testamento, obsesionado con emular a Miguel Ángel. Ambos se dejan las pesta­ñas en estos encargos por los que paradó­jicamente no pasarán a la historia de la pintura.

Cansados, agobiados por la finaliza­ción de estas obras, Sorolla y Sargent pier­den la salud. Sus vidas se separan defini­tivamente. Sorolla muere en 1923. Valencia le despide como a un general. Sargent lo hará dos años más tarde, en 1925, y se le rinden honores casi reales en la abadía de Westminster, en Londres. •

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La exposición Sargent / Sorolla' se inaugura el próximo martes en el Museo Thyssen de Madrid y puede verse hasta el 7 de enero de 2007.

El Pais Semanal Nº1566. Domingo 1 de Octubre de 2006

Los últimos jinetes por Fernando Savater

Compañero del hombre en la guerra y en la paz. Protagonista de la grande y la pequeña historia, el caballo es hoy casi un objeto de museo. Sin embargo, a lo largo del mundo, su sangre y las tradiciones de sus jinetes subsisten. Son los últimos caballos y los últimos caballeros. Por Fernando Savater. Perfiles de Susana Díaz.Fotografía de Tibo / Ampersand.


A lo largo de milenios, la imagen del jinete ha ofrecido el característico per­fil de la humanidad en marcha. Sin el em­peño de los hombres (que no siempre es creador, pero siempre es criador) no exis­tirían las diferentes razas equinas, con su variedad de aptitudes para el trabajo, la ve­locidad o el transporte. Pero también po­demos decir con no menos verdad que sin la colaboración del caballo los hombres no habrían llegado a su pleno desarrollo hu­mano, civilizado. Los caballos han sido nuestros mayores y mejores cómplices en todas nuestras tareas: nos han ayudado en la labranza y en la guerra, en las exploraciones y en los juegos. Nos han dado lafuerza, la rapidez y sobre todo la elegancia. Sin ellos hubiéramos debido resignarnos a nuestro torpe garbo de primates; gracias a su complicidad hemos ascendido a cen­tauros, sabios y ágiles como Quirón.

Pero ahora, en el siglo XXI, se diría que el caballo va siendo poco a poco rele­gado a los museos. Los caballos que nos in­teresan son los que miden la fuerza de nuestros automóviles, y no hay Pegaso que pueda competir con un turbojet. Los jine­tes actuales prefieren una Harley David-son a cualquier purasangre... Y sin embargo, aún quedan caballeros y amazonas que no han renunciado a los caballos de verdad. El arte de la equitación, una de nuestras técnicas más antiguas y sin duda históricamente de las más importantes, si­gue siendo cultivada en todas las latitudes por románticos rebeldes que no se resig­nan a ruedas y motores. Todavía perviven,orgullosos, los herederos de la legendaria estirpe de los centauros. Cuando el último de ellos eche pie a tierra, es probable que el caballo también desaparezca, converti­do en nostalgia y diseño virtual. Pero ¿y el hombre? ¿Seguiremos siendo humanos cuando ya nadie sea jinete? •

Raza berberisca

Marruecos. Frente alargada y recta. Lomo curvado. Miembros en correcta posición vertical. Pezuñas pequeñas.

Los caballos berberiscos (barb) son frecuentemente confundidos con los de raza árabe. Son inteligentes, de aspecto calmado y pe­queños de tamaño. El número de ejemplares de pura raza en el mundo ha descendido debido a la situación económica de los países del norte de África. En 1987 se creó la Organización Mundial del Caballo Berberisco, que tenía como socios fundadores a diversos gru­pos de criadores europeos y a miembros de los países donde tiene su origen esta raza: Marruecos, Argelia y Túnez. Los zaiane, una tri­bu de origen bereber que habita en el centro de Marruecos, aún conserva algunos de estos sementales. Con ellos se celebra la fan­t-asía, un desfile tradicional para ocasiones especiales. Poseer un caballo es un símbolo de su glorioso pasado y la transmisión de es­tas costumbres es una prioridad para los mayores de la tribu. En la imagen, un guerrero zaiane a lomos de su ejemplar enjaezado. •

Raza española

España. También denominada andaluza. Cuello corto y poderoso, siempre alzado. Lí­nea dorsal corta. Extremidades flexibles.

Se le considera el caballo más noble del mundo. Desde hace 300 años ha tenido gran influencia sobre las razas europeas y americanas. Los caballos españoles tie­nen una bella• estampa, son fuertes y acti­vos, combinan la agilidad y fogosidad con un temperamento dócil. Descendiente del caballo ibérico y del berberisco, fue cria­do principalmente por los monjes cartujos a finales de la Edad Media, y a ellos se debe la conservación de la pureza de esta raza. Es dócil, amable e inteligente. Además de su función como caballo de silla y para trabajar en el campo, es muy apreciado por su andar elegante y en con­creto por su 'paso de andadura', un paso a saltos de gran efecto en las paradas. El caballo andaluz se ha considerado un modelo utilizado en exhibiciones. Sus ha­bilidades se aprecian en rejoneo, saltos, doma vaquera y doma clásica. e

Raza criolla

Argentina. Compactos y musculosos. Cabeza corta y ancha. Lomo corto y tórax amplio.

"Un gaucho sin caballo no es un gaucho, es mitad de gaucho", dice la tradición. La Patagonia, la mítica región al oeste de la Pampa argentina, se prepara, con la llegada del verano aus­tral y las altas temperaturas, de noviembre a abril, para la trashumancia de sus caballos hacia los pas­tos de las montañas. El caballo criollo, con toda su fuerza, procede de los sementales andaluces. Fue­ron introducidos por los conquistadores españoles en el siglo XVI y abandonados en esta región des­pués de conquistar con su ayuda América Latina. En libertad consiguieron adaptarse a las dificultades del clima adquiriendo una excepcional resistencia. En la actualidad son los aliados de los gauchos, cuya vida depende de estos animales. Gracias a ellos cuidan de los rebaños y cuentan las cabezas del ga­nado. El aire libre, los asados y la tradición se viven en Argentina a lomos de un buen caballo. •

Raza apalossa

Estados Unidos. Cuerpo musculoso y potente. Escasa crin. Cola pequeña. Colores manchados.

Los caballos manchados o moteados fueron adoptados y criados por las tribus indias palouse y nez percé del noroeste de EE UU hasta 1877. Rápidos, fuertes e inteligentes, se con­virtieron en excelente compañía para la caza. Su riguroso adiestramiento hacía de ellos una peligrosa arma de combate. Precisamente éste fue el motivo por el que el hombre blanco mató a la mayoría de sus sementales al tiempo que eliminaba a las tribus indias que poblaban extensas zona del país. En 1991, un criador de Nuevo México donó 13 yeguas a la reserva de indios nez percé de Lapwai (Idaho), dándoles la oportunidad de retomar su tradición como criadores. Convertirse en un buen jinete implica para estas tribus no sólo perfeccionar la monta, sino también en la limpieza, alimentación y cuidado específico. Sin olvidar profundizar en el conocimiento de las más antiguas tradiciones.

Raza nonius

Hungría. Cuello arqueado y espalda inclinada. Dorso ancho y extremidades fuertes.

La llanura húngara, la puszta, no sólo es famosa por su peculiar paisaje, sino también por sus hermo­sos caballos y el virtuosismo de sus jinetes. El amor de los húngaros por estos animales se remonta a la época de la migración de los magiares, llegados a la cuenca de los Cárpatos desde las estepas de los Urales. La raza nonius tuvo sus inicios durante las guerras napoleónicas de finales del siglo XVIII, cuando su padre fundador, un soldado anglo-normando francés llamado Nonius, fue capturado por los húngaros. Nonius cruzó yeguas de diversas razas, incluidas árabes. holsteiners y lipizanas, cuyos des­cendientes originaron la raza nonius. En la actualidad, los jinetes de la zona, denominados czikos, con­servan sus tradiciones, entre las que se incluyen las espectaculares figuras gimnásticas a lomos de cin­co caballos. Son pocos y su conocimiento equino sirve como entretenimiento a los turistas. •

Raza árabe

Jordania. Cuello estilizado y cuerpo compacto. Dorso corto. Extremidades anteriores largas, delgadas y resistentes.

El árabe es el caballo de pura raza más antiguo del mundo. A través de su larga historia jamás se ha mezclado con sangre ajena. Los árabes los conocían con el nombre de keheilan, que significa "pura sangre hasta la médula". Posee una simetría de proporciones y una prestancia en el porte que lo elevan por encima de todos los caballos. Además de una magnífica estampa, reú­ne todas las cualidades de un equino: inteligencia, temperamento, velocidad, nervio, aguante, respiración firme, energía y fuerza. Se des­conoce cómo llegó este caballo a las tribus beduinas del desierto, que lo tomaron como un regalo de dios, "una criatura que podía vo­lar sin alas". Los beduinos (durante un ejercicio, arriba, a la izquierda) conservan con mimo esta raza, que consideran parte de su histo­ria. Un caballo que en la actualidad se encuentra por todo el mundo, dando lugar a casi todas las mezclas ligeras. •

Raza árabe-bereber

Camerún. Cabeza alargada con hocico redondeado. Cuerpo corto. Extremidades delgadas y largas.

Hombres y caballos son uno, según la tradición del pueblo peul, que habita en el norte de Camerún. Los caballos se consideran un símbolo de honor, prestigio y tradición y son venerados aún en la actualidad. Este pueblo, ahora sedentario, estaba for­mado tiempo atrás por nómadas dedicados al cuidado de las vacas. En el siglo XVIII, a través de los houassas, los peul conocieron las razas árabe y bereber y se convirtieron en excelentes jinetes. Con estos animales conquistaron Níger, Nigeria y Camerún. Su organiza­ción social se hereda de la antigüedad y se basaba en la habilidad para cabalgar. Es el jefe de la región quien tiene el poder de conce­der la espada sagrada a los más pequeños de la tribu, convirtiéndoles mediante este ritual en verdaderos jinetes. Para ser iniciados en la magia de los caballos, los niños deben integrar por completo la tradición equina y llegar a sentirse uno con estos animales. •

Raza przewalski

Mongolia. Del tamaño de un poni. Color marrón amarillento oscuro. Constitución firme y espalda corta.

Mongolia es descrita a menudo como "la tierra de los caballos". Los niños aprenden a montar a los cuatro o cin­co años, y aproximadamente la mitad de los 2,5 millones de habitantes del país tienen uno de estos animales. El nombre de la raza procede del naturalista ruso Nikolái Przewalski, que en 1879 fue el primer occidental en contemplar varias manadas. Cada tres años se celebra en las estepas mongolas la fiesta nacional, la naadam. Consiste en una carrera de 46 kilómetros en la que participan unos 60 niños hasta los 13 años de edad. Un espectáculo que requiere un duro entrenamiento y convierte a los mongoles en unos de los mejores jinetes del mundo (en la imagen, un joven en plenos ejercicios). Fue con estos caballos salvajes, una de las únicas razas que aún existen en libertad, con los que sus antepasados conquistaron gran parte de Asia y Europa durante la Edad Media.

Raza árabe-portuguesa

Indonesia. Cabeza alargada. Dorso corto. Extremidades delgadas. Cascos grandes.

(A la izquierda). En la isla de Sumba, al sur del archipiélago de Indonesia, tiene lugar la pasola, un acontecimiento anual que consiste en un juego violento que simula la tradición guerrera y atrae a todos los jinetes de la zona. La leyenda cuenta que unos hombres llegaron a la isla montados en caballos con los que cruzaron un puente de piedras sobre el océano. Los caballos y la reli­gión son esenciales para los habitantes de esta isla. Para encontrar esposa, el novio debe ofre­cer un ejemplar a la familia de la novia. En los entierros se sacrifica un ejemplar para que los muertos puedan alcanzar el paraíso. Se cree que los animales llegaron a la isla con la invasión de los últimos malayos hace 2.000 años. Esta raza primitiva se cruzó con los caballos portugue­ses en el siglo XVI y con los de raza árabe durante la llegada del islam a la región.

raza camarguesa

Francia. Animal de guarnición. Patas anchas. Lomo rústico. Color gris pálido.

Son conocidos como caballos blancos del mar. Su tierra es la Camarga, un área de marismas saladas y terrenos cenagosos en el delta del Ródano, al sur de Francia. Allí viven a base de una dieta de pasto áspero y agua salada, lo que les hace ser fuertes y rudos. Tienen un paso alto, un galope rápido y una habilidad especial para dar la vuelta en redondo con suma rapi­dez. Es un caballo resistente por las condiciones en las que crece. Los criadores de esta raza se ocupan de encontrar a los sementales con la capacidad de resistir sin problemas estas condicio­nes. La cría se sucede en total libertad hasta los tres o cuatro años, cuando son conducidos a es­tablos para que se acostumbren a estar con sus amos. Existen alrededor de treinta manadas de ca­ballos camargueses que se utilizan como guardianes de toros o para paseos de placer. •


El Pais Semanal nº1355. Domingo 15 de septiembre de 2002

La Buena Estrella de TURNER por Julia Luzán

"Tormenta de nieve"(1842), es una de las obras cumbre de Turner. El pintor está cerca de la abstracción. En la superficie, grandes masas oscuras y claras semejantes a "Mar picada"(1670), del holandés Jacob van Ruisdael.


El maestro del color y la luz, JMW Turner, uno de los grandes paisajistas británicos, desembarca con sus mejores obras en el Museo del Prado. Una exposición irrepetible del pintor que avanzó el impresionismo y la abstracción. Por Julia Luzán



Los astros guiaron siempre sus pasos. El día en que bautizaron a Joseph Mailord William Turner (Londres, 1775-1851) pudo verse en el cielo del atardecer el fenómeno de los tres soles, ama­rillo, naranja y rojo, curiosa premonición para el hombre que confesó en su lecho de muerte "el sol es Dios". Hubo otros augurios. Turner nació un 23 de abril, como William Shakes­peare. Tenía la suerte de cara, sólo debía darle forma. Y lo hizo. El pintor de la luz y el color, "el más grande de su era, el padre del arte moderno", según John Ruskin, posiblemente su mejor biógrafo, fue el primero en apuntar hacia el impresionismo y la abstracción.

Javier Barón, jefe del departamento de pin­tura del siglo XIX y comisario de la muestra Turner y los maestros, la gran exposición del verano en el Museo del Prado, señala la opor­tunidad de poder ver por primera vez en Es­paña los grandes óleos del pintor británico

Turner conoció algunos cuadros de Rembrandt, como "Muchacha en la ventana"(1645). Los claroscuros, la transparencia de los blancos, fueron llevados al límite en su "Jessica"(1830).

PAISAJES MITOLÓGICOS. Arriba, 'El lago de Nemi', de Richard Wilson (1758), admirador también de las obras de Claudio de Lorena y Poussin, se estableció en la última etapa de su vida en Italia. Wilson está considera­do como el creador de la tradición inglesa de la pintura de paisajes. Su obra influyó en Turner, tal como se ve en el óleo 'Eneas y la Sibila, lago Averno' (1798).

> Prado exhibió sus acuarelas en 1983- confron­tados con obras de Rembrandt, Poussin, Cana­letto, Tiziano, Veronés, Rubens, Ruisdael, Van de Velde o Watteau. "Los británicos", afirma Barón, "han comprobado que, a diferencia de Goya, Turner no es un artista genial aislado, un precursor, sino que, por el contrario, tiene mucho contacto con su tiempo y con una gran tradición pictórica anterior a él, que se esfuer­za en considerar, validar y superar. Turner quiere partir, como había hecho antes Rey­nolds, de un conjunto de tradiciones que él recrea de un modo singular. Tal es su origina­lidad que a veces se han olvidado las influen­cias de los grandes maestros, que son los que analiza la exposición, o los paralelismos con sus contemporáneos".

Hijo de barbero -su padre tenía una barbe­ría cerca del mercado de Covent Garden- y de una carnicera, nunca destacó por su físico. De escasa estatura, en su rostro -de pequeños ojos azules heredados de su madre- destacaba su perfil de loro y su barbilla prominente. Hablaba, además, con un fuerte acento cock­ney, el lenguaje de las calles. Su infancia estuvo marcada por los feroces ataques de locura de su madre, Mary, que acabó en un manicomio.

Turner debió aprender pronto a buscarse la vida. "Mi padre", escribió, "nunca me elo­giaba, excepto si ahorraba un chelín". A los 14 años comenzó a hacer trabajos como topó­grafo. Aquello le gustó: "Si volviera a nacer, sería arquitecto antes que pintor". Thomas Hardwick, al observar su buena mano con el lápiz, lo recomendó para entrar en la selecta Royal Academy School. En 1790 expuso allí sus primeras acuarelas. Poseía una gran imagina­ción para titularlas con palabras rimbomban­tes. Tenía afición a escribir reflexiones en sus cuadernos y, ya en la edad adulta, se atrevió con poemas, con un tono entre marcial y épico, fruto de las convulsiones guerreras de su época. Turner asistió como espectador a la in­dependencia de América, la Revolución Fran­cesa y las campañas bélicas de Napoleón.

FUE UN JOVEN RARO Y CALLADO, absorto siem­pre en la pintura -a su muerte se hallaron en su casa más de 19.000 dibujos y bocetos-, con escasas dotes para hacer amigos. A diferencia de otros pintores, como Reynolds, muy cotiza­do en los círculos sociales de su época, él, en contrapartida, según el historiador y crítico de arte David Solkin, se esforzó por realzar su per­sonalidad por medio de su arte.

Su ansia por trasladar al papel lo que veía fue compulsiva. Andaba cada día 40 kilóme­tros para llenar sus cuadernos de bocetos y acuarelas. Pintaba criptas, monumentos, ruinas, iglesias. Thomas Monro, un coleccionista y pintor, lo contrató en 1796 para que copiara algunas de las obras de su colección. La casa de Monro funcionaba entonces como una aca­demia en la sombra y Turner adquirió gran formación como copista de obras maestras.

En 1802, mientras de España llegaban ecos de la guerra contra Napoleón, Turner fue ele­gido, a los 24 años, miembro de la Royal Aca­demy, uno de sus más fervientes deseos. Poco antes experimentó una de sus emociones más


AL MODO DE CANALETTO. Canaletto en su obra 'II molo dal bacino di San Marco' (1733-1734), arriba, pintó una Venecia que idealizó. Turner, el más veneciano de los pintores ingleses, hizo 'El puente de los Suspiros, el palacio Ducal y la Aduana de Venecia' (1833), a la manera de Canaletto, un artista que lo deslumbró por su dominio del color.

> intensas al ver los paisajes del francés Claudio de Lorena (1600-1682) en la colección del comerciante Angerstein. Dicen que se le salta­ron las lágrimas al contemplar aquellas pintu­ras. La influencia de Lorena fue tal que cuando Turner donó a la National Gallery Dido cons­truye Cartago y El declive del imperio cartagi­nés puso la condición de que fueran expuestos permanentemente entre dos obras de su admi­rado Claudio de Lorena, algo que para el his­toriador de arte Ernst H. Gombrich fue un dis­late: "Turner no se hizo justicia a sí mismo incitando a esta comparación".

En las biografías de Turner, su vida íntima tiene poco interés. Parecía un personaje de Dickens, bajito, rudo, un míster Pickwick siem­pre con las manos manchadas porque usaba sus dedos para difuminar la pintura de sus óleos. Nunca tuvo aspecto de gentleman, pero tampoco lo intentó. Sentía atracción por las viudas y las mujeres maduras, y aunque no se casó, convivió con alguna y tuvo dos hijas, a las que nunca reconoció.

Cuando su padre dejó la barbería, se mudó a casa de su hijo. Se convirtió en su mayordomo y asistente. Tuvo sobre él un gran ascendiente, como ilustra la anécdota que circuló por Lon­dres. En una ocasión en que Turner se mostra­ba remiso a acudir a una cena a la que había sido invitado, su padre lo empujó al grito de "Ve, Billy, ve. No hay nada para cocinar esta noche".

A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX viajó a París. Peregrinó al recién inaugurado Museo del Louvre. En su cuaderno anotó al contemplar El entie­rro de Cristo de Tiziano: "María está pintada en azul y participa del tono carmesí que se une con el azul del cielo". Visitó también Italia, la meca de la pintura, y conoció los museos más importantes de Europa. Llegó hasta Suiza y Alemania. En el camino a Bruselas hizo un alto en un desolado Waterloo y anotó: "1.500 asesi­nados aquí, 4.000 allí". Venecia y Canaletto lo deslumbraron. Nunca, en cambio, sintió atrac­ción por España.

Ilustró libros de viajes y los de los escritores románticos Byron y Walter Scott. Lord Elgin quiso que formara parte de su expedición a Grecia -donde arrambló con los mármoles del Partenón que hoy se exponen en el Museo Bri­tánico-. No llegaron a un acuerdo porque Tur­ner no quiso ceder los derechos de sus obras, y además exigía un alto precio. Compitió en la pintura de paisajes con su colega de academia Constable, al que detestaba, y en la de interio­res, con otro contemporáneo, David Wilki. Fue un magnífico escenógrafo, a veces criticado por "la cruda teatralidad de sus pinturas". En 1840, un anciano Turner conoció a John Ruskin, el mejor propagandista de su obra: "Él ve más en mi pintura de lo que yo jamás he visto", decía el artista.

Turner murió el 19 de diciembre de 1851. Una hora antes, el sol, su estrella, apareció fugazmente entre las negras nubes. Fue su último paisaje. •

'Turner y los maestros: Museo del Prado. Del 22 de junio al 19 de septiembre.


El Pais Semanal nº1760 Domingo 20 de junio de 2010

martes, 11 de enero de 2011

Phil Stern

Phil Stern
El Cazador de divos
Retrató con astucia la cara más espontánea de la edad dorada de Holllywood. Sedujo con la cámara a las estrellas. Una exposición en Milán rinde homenaje a sus disparos más certeros.



El hombre que mató a Liberty Valance, John Wayne, soltó la máscara del intrépido vaquero y se dejó retratar en cal­zoncillos ceñidos y alpargatas durante unas vacaciones en Acapulco. O mientras apre­taba, con ojos brillantes, la mano de su hija Toni vestida de esposa. James Dean, el re­belde sin causa, se escondió frente a su ob­jetivo dentro del oscuro jersey. Anita Ekberg le abre la puerta de su piso, se tumba en el sofá, prepara un café y se sube el sujetador con la ingenua pretensión de cubrir el flo­rido escote. Ellington, Duke por su prover­bial elegancia, se deja sorprender mientras hace una mueca arreglándose el bigote. "Si hiciera una lista de todos a los que retraté, la gente pensaría que soy un sobrado", se ríe Phil Stern. Este fotógrafo estadouni­dense capturó en sus blancos y negros la época de oro de Hollywood. Divos del cine y estrellas del jazz en los años cincuenta y sesenta. Aquel mundo, tan concentrado en salvar su apariencia centelleante, muestra en sus imágenes un lado oculto.


Arriba, hoja de contactos con posados de Anita Ekberg para un spot publicitario. Abajo , Marlon Brando, icónico en un plató (1954).














Arriba, Sophia Loren, en el rodaje de Arenas de la Muerte (1957). Abajo, la actriz Bette Davis y familia.







Stern nació en 1919 en una familia de judíos rusos. Creció en Nueva York y con apenas 20 años ya trabajaba como asistente de un fotógrafo. En 1941, la revista Friday, con la que colaboraba, lo envió a Los Ánge­les, donde empieza a recorrer los escena­rios en búsqueda de actores y famosos. Cuando su país entra en guerra, se alista y se convierte en corresponsal desde el frente de la revista militar Stars and Stripes. Hoy, a sus 91 años, un conflicto mundial y cinco décadas de oficio a cuestas, aún viaja. Con dos de sus hijos como escolta, llegó recien­temente de Los Ángeles a Milán para la inauguración en la Fondazione Forma de una retrospectiva sobre sus disparos más logrados, recopilados en un catálogo por la agencia Contrasto.

HABLA DESPACIO, PERO SIN PAUSAS. Arrastra una maleta con oxígeno. Phil Stern cuen­ta anécdotas que saben a chistes o invencio­nes. La memoria no le falla; pocas veces se resiste a restituir un nombre: "¿Cómo se lla­maba aquella actriz rubia y encantadora de los años veinte? ¡Ah sí! ¡Mary Pickford! [gran dama del cine mudo, amiga de Chaplin, esposa de Douglas Fairbanks; con su media­ción, Stern pudo robar imágenes en los estu­dios Goldwyn)".

"Toda mi vida ejercí como Freelance y la necesidad de dar de comer a mi mujer y a mis cuatro hijos me empujó a espabilarme", dice quitando a su trabajo esa aura mitoló­gica. Hasta los años noventa, Stern arrancó la máscara a aquel lustroso mundo de gua­pos, jóvenes y ricos. Con la mano y la piel del reportero de calle, con la misma sensibi­lidad con la que contó el desembarco de los Darby's Rangers en Sicilia, ha disparado toda su vida. No hay mucha diferencia entre los ojos tristes de Marilyn en Los Ángeles de 1953 y el soldado con cara de niño sentado en la letrina diez añosa antes.
Con curiosidad y sin reverencias, cap­turó imágenes que, de alguna manera, defi­nen una época y sus personajes.




CONOCIÓ A JAMES DEAN el mismo año en que el joven actor murió corriendo con su Porsche. El encuentro tuvo algo de presagio. "Una bonita mañana de primavera de 1955 iba en coche por Sunset Boulevard. Paro en un semáforo. Cuando se pone verde, arranco. Llega una moto por la derecha a toda velocidad y la atropello. Salgo del coche desencajado. El joven se levanta sin problemas. Faltó esto [acerca el pulgar y el índice de la mano derecha] para que matara a James Dean". Cuando pasó el susto, Stern llevó al actor a la cafetería donde iban todos los divos. "Tomamos café y tarta de man­zana. Le propuse ir a los estudios Goldwyn a una sesión de fotos con Sinatra. Como La Voz llegaba siempre cuando le daba la gana, mientras esperaba hice un par de fotos a James". Esa imagen del joven inconformista, despeinado y fascinante, mirándole semi-escondido en su jersey se transformó en icono de la juventud quemada. Pocos meses más tarde, en septiembre, Dean murió.
"La relación que instauraba con los fa­mosos no era propiamente de amistad. No éramos colegas. Quizá por aquella distan­cia profesional, ellos se sentían cómodos conmigo a su alrededor". Wayne, por ejem­plo. "Nos veíamos a menudo, fuimos juntos a México, a Italia. Me pidió que documen­tara la boda de su hija. Formábamos una pareja de lo más peculiar. Él era 100% ame­ricano, pura sangre conservadora. Yo me coloco más bien en el otro extremo. Nos peleábamos todo el rato. Solía llamarme 'bolchevique'. Yo replicaba: 'Neandertal nazi'. Acabábamos pedo".
Sin embargo, al que más fotografió y quien más puertas le abrió fue Frank Sinatra:
"Un monstruo con dos caras. Era excéntrico, hilarante, histriónico. Y a veces poco cola­borador y antipático, molesto". "Nasty", re­pite saboreando el peso de tal descripción. "Una vez me pidió que fuera a cubrir un es­pectáculo de su hijo Francis Jr., que busca­ba éxito como cantante. Al día siguiente me preguntó qué tal había ido su chico. 'Ha cogido tus buenos hábitos y no los malos', comenté. 'Dale tiempo', se río él".
Frank Sinatra fue una figura clave de aquella zona opaca donde se mezclaban el poder y los focos. La Voz dio acceso a Stern entre bastidores. En esta dimensión íntima, el fotógrafo penetra gracias a los modales directos, nada serviles. "Para mí eran hom­bres corrientes". Lo deja claro la nota que Stern envió a Sinatra cuando organizaba un homenaje al recién elegido presidente Ken­nedy: "Frank, quiero el encargo de fotógrafo en la gala en honor de JFK. Marca la opción correcta: 1: vale; 2: tengo que pensármelo; 3: fuck-off. Firmado: Phil". Aquella noche de enero de 1961, Stern estuvo en Washing­ton. En un solo disparo -Sinatra encen­diendo un cigarrillo al nuevo presidente-logra resumir la atracción fatal entre política, espectáculo y hampa.

EL 30 DE MARZO DE 1955, Stern debía pasar el día con Marlon Brando. El actor recibía el Oscar al mejor intérprete por La ley del silencio. "Estábamos en el teatro y de repente Brando dice: 'Tengo pis. Voy al servicio'. Le esperé, pero no volvía. Al cabo de mucho rato, regresa y me cuenta que los hombres de seguridad no le dejan. Van volver a la platea. ¡No le habían reconocido! Él repetía: 'Soy Marlon Brando, el actor. ¡Se supone que debo recoger un premio!".
En otro gran teatro, esta vez entre bastidores, el fotógrafo capturó una de las imágenes más bellas y estremecedoras de su carrera. Marilyn Monroe, a quien la industria del cine quiere alegre aparece aterrada. "Se trataba de una ceremonia de beneficencia para un hospital infantil de Los Ángeles. A Marilyn le tocaba dar una charla. Le habían escrito unas líneas y ella tenía que apren­dérselas. Estaba preocupada. Seguramente por tener que repetir de memoria el dis­curso, pero también por su vida entera".
Era 1953. Seis años más tarde, la actriz regaló a Stern un verdadero scoop. Fue el ojo de su cámara el único que pilló a la sensual estrella embarazada. "Samuel Goldwyn [magnate de Hollywood y fundador de los Goldwyn Mayer Studios] me autorizó a que­darme un par de semanas en un despacho en la segunda planta de los estudios. La ven­tana se asomaba a una calle que separaba las naves donde Marilyn rodaba Con faldas y a lo loco, en la acera derecha, de los proba­dores y apartamentos del reparto, a mano izquierda. Marilyn, entonces casada con Arthur Miller, pasa de un lado a otro, con un vestido ancho y blanco. Nada particular. Si no fuera porque, en el momento de empujar la puerta, un soplo de viento le pega la ropa al cuerpo y pone de relieve una barriguita de embarazada". Semanas después, la actriz perdió el bebé. Probablemente en su rostro afloró aquella mirada lejana y melancólica que solo Stern supo ver. •


Retrospectiva de Phil Stern en la Fondazione Forma de Milán (plaza de Tito Lucrezio Caro, 3) hasta el 12 de septiembre.

El Pais Semanal nº1762 Domingo 4 de julio de 2010

Dama- Francisco Calvo Serraller


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EXTRAVÍOS

Dama

FRANCISCO CALVO SERRALLER 08/01/2011



Aprovechando la bella leyenda del origen de la pintura, narrada por el erudito romano Plinio el Viejo en su enciclopédica Naturalis Historiae, el cineasta español José Luis Guerin ha llevado a cabo una instalación cinematográfica en el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, de Segovia. Distribuye por el espacio de este museo varios cortometrajes, donde reflexiona, de forma epistolar, íntima, sobre la protohistoria pictórica del cine, lo cual le lleva, en una constante retrocesión hacia el origen de ambos, hasta la luz y su indeclinable compañera, la sombra; o sea: hasta el blanco y el negro, o, mejor, hasta su dramática coyunda llamada claroscuro. También, por supuesto, hasta el silencio original, esa nada musical, germinativa. El título de la instalación es La dama de Corinto, pues fue una hija del alfarero Butades de Sición la que primero se le ocurrió delinear la sombra de su amado dormido la víspera en que éste partía para la guerra, con lo que, entre suspiros, y a la temblorosa luz de un candil, el origen de la pintura fue una imagen erótica, un poco a medias entre el presagio y el conjuro.

Recoge Guerin de Plinio el Viejo, que escribía en el siglo I de nuestra era, el testimonio melancólico de cómo ya entonces la pintura estaba en trance de desaparecer, pues la mayoría quería hacerse recordar, no por su propia imagen, sino por la ostentación de su riqueza, mediante un suntuoso despliegue decorativo de carísimos materiales; vamos, por lo que llamamos hoy una superproducción espectacular. Relegada a la sombra y, por tanto, sin apoyo mediático, no cree Guerin, sin embargo, que la pintura haya muerto, porque ello conllevaría la desaparición de cualquier arte, sino, por el contrario, en su gloriosa supervivencia a través del milagro de las imágenes, inseparables de esa fuente creadora de la imaginación. Pues forma parte de la naturaleza el mirar el mundo y objetivarlo con imágenes, bien estáticas, que fijan la historia en un instante revelador, bien dinámicas, que revelan su sucesión. En cualquier caso, pintura y cine, en el fondo, nos remiten a un mismo teatro de sombras, a un mismo anhelo erótico, a medias entre el presagio y el conjuro. Imágenes que nos reflejan y nos hacen reflexionar.

A partir del cuadro titulado Zeuxis eligiendo como modelo a las más bellas doncellas de Crotona, monumental tela pintada, en 1789, el mismo año de la Revolución Francesa, por François André Vincent (1746-1793), Guerin identifica allí todas las claves de una película de autor, incluido el casting. No se conserva ninguna pintura de Zeuxis, ni de ningún otro gran maestro antiguo de aquella lejana edad, pero lo curioso es que, con tan sólo la descripción literaria de los temas de aquellas obras perdidas, las anécdotas biográficas de sus autores o de sus peculiares inclinaciones artísticas, se ejecutaron después centenares de cuadros. Nos seguimos moviendo, con imaginación, aunque a tientas, entre palpitantes sombras. Una joven dama corintia enamorada trazó el guión. Guerin nos cuenta, mediante una maravillosa instalación cinematográfica en un museo de arte contemporáneo, cómo, veintitantos siglos después, le sigue el rastro.

Volumen 1 (azul)


El primer volumen 1 (azul) avanza a buen ritmo. Comienzo el año con muy buenas intenciones, veremos a ver como acaba la cosa. Para empezar, tendría que ordenar el Caos, en mayúscula, que es donde intento hacer algo parecido a dibujar. De las demás cosas, ya iremos viendo.






domingo, 9 de enero de 2011

Los encuadres y la secuencia del libro Los lenguajes del comic de Daniele Barbieri

Existen en géneros precisos unos modos cinematográfi­cos de contar que están muy difundidos. Puesto que el cómic no es el cine, cuando quiere aparecer como tal debe reclamar modos de contar del cine que sean absolutamente reconocibles, y por consiguiente habituales y difundidos.

Esto no significa que las aproximaciones entre los dos len­guajes existan sólo por lo que se refiere a los modos de contar más frecuentes y conocidos. El cómic puede aprovechar formas nacidas en el cine (y viceversa) en apariencia sin exhibirlo. Un cómic como Ken Parker quiere, en cambio, exhibir su propio reclamo al cine porque es un cómic western, y sus autores sa­ben bien que la mitología del western está radicalmente ligada al cine. Este ligamen con el lenguaje del cine hace de Ken Par­ker un western más auténtico de lo que lo sería si no existiera el ligamen y las historias fueran narradas de manera diferente.

Es ésta la razón general de los numerosos intentos de re­medar el cine en la historia del cómic, desde Caniff a Pratt: el lenguaje del cine es, para la mayoría de nosotros, el lenguaje de la aventura misma, y el lenguaje del tema policíaco. Una histo­ria de aventuras o una historia policíaca son mucho más aven­turas o policíacas si son contadas en una película que en un li­bro o por otros medios. El cómic no ha hecho más que darse cuenta de ello, y verificar que poseía sus propios medios para reproducir algunos efectos cinematográficos y con ellos el re­flejo de su magia.





En la secuencia de la figura 10.4 observamos otros dos efectos narrativos que proceden del cine (el flashback y el ra­lentí), utilizados sin embargo en un contexto, el de Batman de Frank Miller, que tiene con el cine una relación mucho menos directa y mucho más compleja. Lo que Miller está haciendo aquí no es tratar de evocar en el lector un contexto fílmico, sino más sencillamente utilizar lo que el lector sabe como especta­dor cinematográfico, de modo que aproveche las posibilidades narrativas específicas del cómic.

En la secuencia, Bruce Wayne (Batman en privado) mira la televisión, que reproduce la película El Zorro, con Tyrone Power, y esto le recuerda el episodio de su infancia en que, precisamente a la salida de la proyección de esa película, sus pa­dres fueron asesinados por un atracador.

Además de la explicación de las didascalias (que transcri­ben los pensamientos del personaje), el advenimiento del flash­back es anunciado por el acercamiento del encuadre al primerí­simo plano, casi de detalle, por la imprevista alternancia de éste con una escena distinta, con el anuncio de la película en cues­tión, y por una secuencia de acciones que, por la ambientación y los personajes, conecta claramente la imagen a la salida dele cine. Sigue una larga secuencia sin palabras, en la que se en­cuadran detalles que en una secuencia cinematográfica a velo­cidad normal sería imposible detectar: el dedo que aprieta el gatillo, el cartucho que salta, la mano que presiona cada v ez más sobre el pecho del chico para tirarlo hacia atrás... Se trata de un ralentí justificado narrativamente por la claridad de has imágenes en el recuerdo y por la angustia del protagonista al revivirlas. Y esto sucede porque nuestra familiaridad con d cine nos acostumbra a esta percepción.

Desde el punto de vista relacionado con el cómic la impre­sión del ralentí es provocada (o reforzada) por otro aspecto: el tiempo de lectura necesario para la secuencia es evidente. desproporcionadamente largo respecto de la duración es la ac­ción relatada, como es natural de pocos instantes. Este tiempo de lectura tan largo quiere remitir al tiempo interior con que Wayne está reviviendo los eventos, independientemente de originaria duración real. La longitud del tiempo de lectura respecto del tiempo relatado logra simultáneamente subrayar importancia de lo que se está contando y «reproducir» el tiempo subjetivo del personaje que recuerda.

10.3 Los encuadres y la secuencia

La secuencia de la figura 10.4 da pie a algunas considera­ciones sobre la función de los encuadres y sobre la dinamicidad, para completar el discurso iniciado en el capítulo 4.

En el apartado 9.1 veíamos cómo el cómic está en condiciones de representar el movimiento de las figuras dentro sus propias imágenes, lo que le proporciona grandes posibilidades de aprovechamiento de las características cinematográficas: sustancialmente le permite prolongar las propias imágenes en medida comparable a los cuadros de una película. Pero esta posibilidad tiene dos limitaciones fundamentales.

La primera se refiere a la duración. El cómic no puede re­presentar duraciones demasiado largas en una sola viñeta; y el hecho de que una viñeta pueda, en cambio, contar duraciones largas no resuelve el problema: también en el cine una escena breve puede contar una duración prolongada; en el cine un cua­dro puede mantener una duración cualquiera, incluso prolonga­da, es decir, que puede representar, y no sólo contar, largas du­raciones. Con los diálogos densos el cómic logra alargar el tiempo representado en una imagen, pero como considerába­mos, la situación es más bien problemática.

La segunda limitación se refiere de nuevo al movimiento, pero no al movimiento de las figuras encuadradas que, como hemos visto, pueden ser incluso muy móviles. El movimiento que el cómic no puede representar es el del encuadre mismo.

Volvamos a observar nuestra secuencia en cámara lenta. Si se tratase de una secuencia perteneciente a una película, el nú­mero de los encuadres sería probablemente menor. En la se­gunda página las primeras dos viñetas se habrían hecho con toda probabilidad en un solo recuadro, y lo mismo sucedería con las dos segundas, las terceras y las cuartas; sucedería con la sexta, la séptima y la octava viñeta; y lo mismo con las cua­tro últimas. Tendríamos, en suma, siete cuadros en vez de die­ciséis, cada uno un poco más largo que los recuadros del cómic.

¿Qué habría sucedido si Miller hubiera desarrollado esta escena en siete viñetas haciendo uso de signos de movimiento en vez de repetir el encuadre? Pues bien, probablemente buena parte del efecto de ralentí se hubiera desvanecido. Es precisa­mente esta redundancia de imágenes la que modera la lectura y permite la construcción de este efecto: si no aparecieran las vi­ñetas séptima y octava y en cambio sólo la octava con los sig­nos de movimiento de la trayectoria del cartucho, la hubiéra­mos leído como algo que sucede a una velocidad normal, y no como un ralentí. En suma, el efecto temporal es creado no por las distintas viñetas, sino por su yuxtaposición, por su disposi­ción en secuencias.

Éste es el límite del recurso del cine por parte del cómic en cuanto a temporalidad: más allá de una cierta duración, lo que se obtiene en el cine sencillamente prolongando un encuadre, en el cómic requiere su repetición. Pero no siempre, como su­cede aquí, el contexto narrativo permite la repetición de un en­cuadre idéntico; habitualmente es necesario cambiar algo, para impedir un excesivo efecto de estaticidad. Hay una cantidad de efectos cinematográficos que son radicalmente intraducibles en el cómic (y también pasa a la recíproca) no solamente por lo que se refiere a características diferentes como el uso de la fo­tografía contrapuesto al del dibujo, o la presencia de una banda sonora contrapuesta al silencio del papel impreso. Las diferen­cias están también en el modo de contar, de disponer las imá­genes en secuencias, de construir los efectos de duración tem­poral. Todo el problema de los autores de cómic que tratan de reconstruir el cine en el cómic está en entender qué efectos se logran reproducir y cuáles no, y en concentrarse en los prime­ros olvidándose de los otros. Así se obtiene una imagen del cine bastante limitada, como es de esperar; pero está claro que el medio no es el cine, sino el cómic, y no cuenta tanto que éste logre reproducir a aquél, sino que se exprese eficazmente ha­ciendo uso de los medios que prefiere, acaso los del cine.

Las limitaciones en la reproducción de la duración y del movimiento del encuadre hacen imposible al cómic la repre­sentación de la forma cinematográfica que recibe el nombre de plano-secuencia. El plano-secuencia es una larga secuencia sin cortes en la que el encuadre cambia continuamente adecuándo­se a la situación; para dar un ejemplo, se pasa gradualmente del primer plano de un personaje a la figura entera, se lo sigue en su desplazamiento a través de las distintas habitaciones, se en­foca de manera gradual el detalle de una mano que recoge al­gún objeto del suelo, y todo ello sin cortes.

En el cómic, como hemos visto, los cortes no pueden no existir. Pero como observamos en la figura 10.5, es posible re­cuperar la discontinuidad temporal a través de una continuidad espacial entre una imagen y otra. En la lámina de King la im­presión es (también) la de un encuadre en desplazamiento con­tinuo, sin cortes, precisamente como un plano-secuencia. Toda la lámina podría ser leída como una sola gran imagen (algo así como la viñeta de Jacovitti en la figura 3.6), pero la presencia


de la división entre las viñetas hace que sea leída en el orden tradicional de arriba a abajo, y de izquierda a derecha. Y es esta división en viñetas la que hace que lo que sucede en la parte in­ferior derecha sea interpretado como posterior a lo que sucede en la zona superior izquierda, mientras en la viñeta de Jacovit­ti todo era prácticamente simultáneo.




Este exponente tiene sin embargo posibilidades muy limi­tadas, desde el punto de vista de la reproducción del efecto de plano-secuencia (aunque tenga más posibilidades en general). Como sucede en la figura 10.6, entre la tercera y la cuarta vi­ñetas, la continuidad se limita al fondo, mientras las figuras principales son repetidas (se trata del caso más frecuente), o bien, como en el otro ejemplo, no hay una figura dominante, y el precio que se paga por la continuidad es la pérdida de un centro de atención.

En el caso de la figura 10.6 podríamos decir que, más que la efectiva representación de un plano-secuencia en el cómic, lo que tenemos delante es su relato. La continuidad espacio-temporal de las dos imágenes, sugerida por la continuidad del fondo, está negada en las imágenes mismas por la reaparición de los personajes en otro momento de tiempo, claramente dis­continuo respecto del precedente. No existe, pues, la represen­tación de una continuidad, sino como máximo su evocación, su relato.

Los lenguajes del comic de Daniele Barbieri. Ediciones Paidós 1993