martes, 21 de febrero de 2012

Ribera. El regreso de El Españoleto

 Por primera vez, el Museo del Prado ofrece la posibilidad de contemplar una colección de cuadros y dibujos que nunca antes se habían reunido: la obra de Jusepe de Ribera, el primero de los grandes maestros de la pintura española.

 San Pedro y San Pablo. Museo de Bellas Artes de Estrasburgo (Francia)





 Detalle de la Purísima de Monterrey, un cuadro de gran tamaño que se conserva en el convento de las Agustinas de Salamanca.

 La Trinidad. Museo del Prado


 Arquímedes con el compás. Museo del Prado.



 Vieja usurera. Museo del Prado.


Jusepe de Ribera nació en Játi­va, Reino de Valencia, el 17 de febrero de 1591. Hijo de un zapatero remendón, tra­bajó posiblemente en Valencia, en el taller del pintor Francisco Ribalta, maestro e introductor de una nueva técnica empeñada en modelar las formas —sobre todo las figuras—mediante fuertes contrastes de luces y de sombras, buscando así un nue­vo relieve, ajeno a las pretensiones de renacentistas y naturalistas.
A sus 18 años, Jusepe de Ribera se encuentra ya en Roma, donde es­tudia las pinturas de los más glorio­sos antepasados de su arte: Rafael, Miguel Angel y Caravaggio, maes­tro en Italia de las nuevas técnicas a las que dio nombre. El caravaggis­mo fue la gran escuela de aquel re­cién llegado, quien pronto fue cono­cido por el sobrenombre de Lo Spagnoletto y que siempre acreditó junto a la firma su triple condición de español, valenciano y setabense, aunque jamás se le ocurriese salir de Italia, sabedor del refrán que en su tierra natal se dice, y que, sin duda, recordaría con frecuencia: "Qui bé estiga, que no es moga".
Fue su vida en Italia insuperable mezcla de venturas y desgracias. co­nocidas casi siempre por los relatos de envidiosos colegas: en Roma, cuando no era más que un muerto de hambre, le recogió y dio protección un cardenal, pero como el joven Ri­bera no podía soportar ni ceremonias ni estancias suntuosas, escapó de la tutela cardenalicia para refugiarse en­tre los mendigos, entre cuyos andra­jos y carnes macilentas encontró la fuente de sus inspiradas pinturas de santos torturados, penitentes desolla­dos y filósofos encuerados.
En 1617 ya está en Nápoles, en la corte de los virreyes españoles, a cu­yas órdenes pinta, de cuya preferen­cia disfruta y cuyos encargos le per­miten vivir como un magnate. Pinta por las mañanas, y por las tardes se ejercita con la espada, al frente de otros pintores napolitanos, como jefe de una auténtica Camorra que se enfrentaba a los pintores roma­nos, impidiéndoles que trabajaran en la catedral.
Aquel licencioso espadachín —según se ha escrito— tuvo un fi­nal lastimoso: frecuentaba su estu­dio un príncipe de la sangre, hermanastro del rey Felipe IV, que se enamoró de la hija del pintor, la raptó y se la llevó a un convento de Paler­mo. El pintor, desolado, se encerró en su casa y después desapareció para siempre jamás. Todos estos de­talles y otros muchos se escribieron en el libro El falsario...


 María Magdalena. Museo del Prado.


Lo cierto es que aquel spagnolet­to, a quien su contemporáneo Gui­do Reni consideró "piu enso e piufiero" que el propio Caravaggio, fue protegido por el duque de Osuna, entonces virrey de Nápoles, y éste fue quien le nombró pintor de cá­mara, prebenda y cargo en el que le mantuvieron los posteriores repre­sentantes de la Corona española. Los privilegios siempre han aca­rreado las envidias de los pares, y Ribera no iba a ser una excepción. También le valieron para ser admitido en la Academia de San Lucas, de Roma, para que el Papa le conce­diera el hábito de la orden de Cristo y para que Velázquez le visitase en sus viajes italianos, en 1629 y 1649.
Algo hubo de cierto en aquellos cacareados amoríos de su hija Ana con el bastardo —no hermanastro del rey, como se escribió en El falsa­rio...— Juan José de Austria, de quien Ribera pintó un retrato ecues­tre que se conserva en el Palacio Real de Madrid. Hubo una hija que, a sus 16 años y con el nombre de Margarita de la Cruz, profesó en el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Y hubo un apartarse de la corte, Aquel pintor que no se atrevió a pintar una Magdalena desnuda, pues su estricta moral se lo impedía, derrotado en su honor y enfermo sin remedio, se fue a vivir al Posilippo, el barrio más pobre de Nápoles, donde pasó sus últimos años gracias a la caridad y a los tra­bajos que le encomendaban los frai­les de San Martino, para quienes pintó La comunión de los apóstoles, un gran cuadro en el que incluyó su autorretrato. Allí pobremente mu­rió, a los 61 años, el 5 de septiembre de 1652, y fue enterrado en la iglesia de Santa María del Puerto.
Posiblemente se ha exagerado su tenebrismo y su caravaggismo, aun­que, según Burckhard, fue el suce­sor más espiritual de Caravaggio. También se ha podido exagerar su influencia inevitable sobre Veláz­quez y sobre todos los pintores es­pañoles del siglo XVII, pese a que sus lienzos no llegaron al alcázar de Madrid hasta después del año 1631. Pero nadie discute que fue, cronoló­gicamente, el primer gran maestro de la pintura más española.
"Jusepe Ribera, español valen­ciano. F. 1635" es la firma que, con trazos bien visibles, puso en su Purí­sima de Monterrey, la gran obra de la pintura barroca dedicada a uno de los temas más frecuentes en aquellos tiempos, la Virgen María, modelo de cuantos le sucedieron; un enorme cuadro en el que la Virgen, suspendida entre los cielos y la tie­rra, no se sabe si sube o si baja, si es una Asunción, una Encarnación una Purísima Concepción.

Martirio de San Bartolomé

Ribera pintó este cuadro por en­cargo del séptimo conde de Monte­rrey, Manuel de Fonseca y Zúñiga, cuñado del conde duque de Olivares y amante, como él, de todo arte y fasto.
Tuvo este conde de Monterrey, tal vez para suplir la esterilidad de su es­posa, Leonor de Guzmán, una hija concebida por noble y desconocida dama. Como definitivo albergue de este fruto extramarital, el duque se empeñó —y la legítima duquesa no se opuso— en construir un convento para las recoletas frente a su palacio de Salamanca, donde, como consta en el archivo secreto de las madres agustinas y acredita un documento autógrafo del propio conde, profesó a sus nueve años Inés Francisca de la Visitación, que llegó a ser virtuosisi­ma priora de aquella fundación y que, al parecer, mereció que la pin­tara el propio Velázquez.
Aunque la popularmente conoci­da como Purísima de Monterrey, res­taurada con motivo de la exposición, desde siempre oscureció otros lienzos de Ribera y de otros pintores que la rodean y acompañan, a los pies de la misma iglesia hay un San Jenaro que muchos han considerado como la obra principal de El Españoleto.

Ribera disperso


Aunque las obras de Ribera se han dispersado por los grandes museos de Europa y de Estados Unidos, Nápoles y Madrid acapararon las colecciones más numerosas. En el Museo del Prado se exponen habitualmente 50 cuadros de Ribera. Destacan El martirio de san Felipe, La Trinidad y La Magdalena. A la Academia de Bellas Artes de San Fernando pertenecen La asunción de la
Magdalena y un Ecce Homo. Hay importantes obras de Ribera, ahora expuestas en Madrid, pertenecientes a los museos de Bellas Artes de Barcelona, Bilbao, Vitoria y Valencia, pero son sorprendentes las obras que se custodian en el convento de las Agustinas de Salamanca, entre ellas la célebre Inmaculada de Monterrey y el San Jenaro, y en la sevillana colegiata de Osuna. Sorprendentes son también La mujer barbuda que se conserva en el Hospital Tavera de Toledo o el
Cristo colocado en la cruz de la parroquial de Cogolludo, en tierras de Guadalajara. El Ayuntamiento de Valladolid tiene un San Juan Bautista, y hay obras de Ribera en algunas colecciones particulares. Sin salir de Madrid, pueden verse cuadros de Ribera en El Escorial y en el palacio de tiña. En el Palacio Real está el retrato de Juan José de Austria.



Extra de El Pais Semanal 1992

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