viernes, 20 de abril de 2012

Penagos, el erotismo ilustrado

El novelista Eduardo Zamacois describe a Penagos como alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita. 


 Rafael de Penagos fue el ilustrador más original de las primeras décadas del siglo veinte. Sus mujeres cambiaron a las españolas. Su obras se puede ver, durante el mes de septiembre, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.

Texto: Mariano Navarro




 Cuenta Rafael de Penagos hijo que en 1953, de camino hacia Cádiz pan recibir a su padre, que regresaba de su larga estancia en América, conoció en Sevilla a Juan Belmonte, que había sido y en gran amigo del dibujante, y que éste, con su media tartamudez le dijo entonces: "Mira, Rafael si tu padre se llega a morir, cosa que dichosamente no ocurrió cuando tenía 25 años hubiera tenido el mismo entierro que tuvo José (Joselito) y el mismo que hubiera tenido yo si me Ilega a matar un toro".
Fechas más o menos descabaladas aparte, la afirmacióin de Belmonte no parece exagerada. Penagos, como le llamaba  todo el mundo, fue el más popular, el más célebre y mejor considerado de los dibujantes ilustradores españoles en el largo período que va desde la puertas del siglo hasta la guerra civil. En un tiempo, además, en el que los dibujantes eran más que conocidos en la vida pública. "En Madrid se comentaban sus dibujos", escribe el escritor  y también ilustrador Migue Mihura, "como hoy se comenta el estreno de una película importante, y en la calle y en los cafés la gente volvía la cabeza para contemplar con devoción a estos grandes artistas". Penagos fue tan popular y tan célebre que en los felices veinte había caballos de carreras y galgos que llevaban como talismán de su suerte el nombre de Penagos, en Chicote servían un cóctel Penagos y, cómo no, más de un jovencito pedía en las tiendas de materiales artísticos un tubo de verde Penagos. Cuando Miguel Hernández soñaba entonces un libro, para soñarlo más bello, lo quería ilustrado por Penagos.
Pero, a su retorno, como ocurriera en las fechas de su marcha, no le esperaba el pai­saje soñado, que él había con­tribuido a confeccionar, sino la misma España alimentada de palabrería y escasez que había abandonado cinco años antes. "Un Madrid resistente y persis­tente, moribundo, pero en el que las piedras tienen aún tem­peratura humana", escribió Ruano. Sus amigos, que amigos no le faltaron nunca, le dieron un homenaje. Encontró algunos trabajos. Retrató a lápiz a los escritores Antonio Martínez Ruiz, Azorín, y a don Pío Baro­ja, con los que había comparti­do empresas de juventud. "Bus­caba temblando las esquinas de aquel Madrid que había vivi­do". Sigue Ruano en su artículo
necrológico. Va a fechar un di­bujo y escribe: 1923. Nota algo. Enmienda: 1933. La joven ad­miradora sonríe: "¡Don Rafael, por Dios!". (¡Qué mal le suena eso de don Rafael!) Escribe por fin: 1943. La muchacha se resig­na a medias: "Muchas gracias, don Rafael, pero estamos en 1953". "Y una tarde del mes de abril, sin darse cuenta, / se le durmió el cansancio en la almo­hada". Era el día 24 de ese mes de 1954, acababa apenas de cumplir los 65 años.
Y aunque su hijo, en los ver­sos que continúan el poema an­tes citado, afirmó: "En sus ojos cerrados / se abría, con su muerte, su mañana", lo cierto es que ese mañana ha precisa­do de años para abrirse definiti­vamente a la luz, para poder reunir una parte sustancial de los 15.000 dibujos que realizó y para devolver al lugar que le co­rresponde la calidad de su tra­bajo. Baste decir que hasta la fecha es —salvo los libros editados por intervención de su hijo— casi nula su bibliografía, y que únicamente hay una tesi­na que estudia su labor en rela­ción con las tendencias de la ilustración de su época.
Penagos fue dibujante por azares y coincidencias de la vida, ya que tanto sus primeras intenciones como la posición social de su familia le destina­ban a la, en apariencia, más alta posición de pintor. Esas inten­ciones sufrieron un serio revés cuando el entonces precoz y muy premiado alumno de la Es­cuela Superior de Artes e In­dustrias optó a una plaza-con­curso en la Academia Española de Roma. Pintó un cuadro, hoy perdido, a tenor

Una de las portadas realizadas para La novela picaresca






de los requisitos y usanzas, de gran formato y de tema piadoso, Consolarás al en­fermo. Pocos días antes de la deliberación del jurado se en­contró, mientras paseaba con su padre, con don José Garne­lo, miembro del jurado, que le dijo: "Penagos, quiero decirle que he visto su cuadro, que me gusta mucho, y que cuente con mi voto". El joven ya se veía en Roma. A la hora de las votacio­nes, el señor Garnelo no llega­ba. Los restantes miembros del jurado habían empatado a votos a Penagos y a un pintor va­lenciano hoy olvidado. Con ex­pectación y distintas esperan­zas aguardaban uno y otro. Fi­nalmente, sudoroso y a prisas. se presentó Garnelo, que, ¡oh sorpresa!, dio su voto al valen­ciano. ¿Por qué? Por interce­sión de la mismísima reina Ma­ría Cristina, que había indicado al académico su interés por él.  Desilusión, claro, y dicen que también un cambio en la voca­ción del más dotado. Si no le hubiese dicho nada...
La segunda parte, que afectaba a su familia, llegó de la mano de una mala jugada de bolsa. Su padre, el notario madrileño José María de Penagos administraba tanto sus ingre­sos como la fortuna de su espo­sa, doña Encarnación Zalabar­do. Vivían entonces en un cha­lecito de la calle de Granada. paseaban en tílburi, se servían de un numeroso servicio que contaba, para la numerosa y poco a poco devastada prole. tanto con amas de cría como con amas secas, asistían a los estrenos de Echegaray y vera­neaban. Todo se lo llevó un re­vés en sus inversiones. Y Rafael, Penagos desde entonces, se puso a trabajar.
Desde su ingreso en La No­vela Ilustrada, que dirigía Blas­co Ibáñez, dio muestras sobra­das de la precocidad de su ge­nio e impuso su estilo. Asom­braron sus portadas para la edi­ción de El judío errante. Tanto es así que una mañana Llorca. el yerno de Blasco Ibáñez, a du­ras penas conseguía convencer a unos clientes de que el joven­cito que veían puesto al tablero era él, y no otro mayor, el Pena­gos al que buscaban.
"Me pagaban dos o tres pe­setas por dibujo", le contaba a Antoniorrobles. "Era entonces cuando Prudencio Iglesias me decía: 'Te conviene meren­dar...'. Y se compraba dos pa­necillos y nos los íbamos co­miendo de conversación por la calle".
Aunque compaginaba los trabajos de encargo con la pin­tura propia, día a día se desliza­ba más y más hacia los prime­ros, y en 1909 —tiene tan sólo 20 años— envía sus primeros carteles a los concursos que convoca el Círculo de Bellas Artes para sus bailes de disfra­ces. Empieza a ganar premios. Su obra se difunde. Le llega, con una prontitud que le resta­rá importancia a sus ojos, la fama.
A los 21 años es contertulio de Valle-Inclán —para el que ilustra, junto a otros, Voces de gesta y dibuja el frontis de sus Obras completas— y Ricardo Baroja en el Nuevo Café de Le­vante, y personaje conocido en las interminables noches de Madrid. "Alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopoli­ta, su silueta era de las más po­pulares". Lo describe el nove­lista Eduardo Zamacois. "Se le encontraba a todas horas —particularmente en las teñi­das por el rosicler de la auro­ra— y también en todas partes: lo mismo en las residencias próceres del barrio de Sala­manca que en los restaurantes abiertos toda la noche, y en los bailes donde al son del organi­llo los flamencos de faca en faja y las chulonas de mantón y pa­ñuelo a la cabeza saboreaban las delicias del agarrao".
Famoso también como hom­me-á-femmes, acaso en dema­sía. Porque era garboso su por­te; gentil su rostro de ojos vivos e irónicos (conservó siempre los que brillan en un retratito que le hicieron a los seis años), y su labia zumbona y algo achu­lapada, tuvo romances inten­sos, entre ellos uno con Tórtola Valencia, que le sirvió de modelo para varios carteles y dibu­jos, uno muy intrigante en el que la abraza una serpiente y no se sabe si se besan.



Fotografía en la que Penagos posa con sus dos hijos mellizos.


Retrato que reproduce una de las características mujeres de cuello largo y bello rostro que transformaron la estetica de las españolas.


No fue a Roma, pero, beca­do por la Junta de Ampliación de Estudios —con los votos de Sorolla y Menéndez Pidal—, viajó a París. "Ha sido realmen­te el único momento en que he pasado hambre", le confesaba a Antoniorrobles. "Una noche, a la hora en que debía estar ce­nando, tuve que hacerme unos cuantos dibujos que un mucha­cho catalán muy despierto y muy pollo, además, puso en un banco del bulevar y vendió a unos estudiantes. Aquella ba­rra larga de pan parisiense que me llevó luego traía nimbo, como las cabezas de los santos...".
No conoció ni se trató con los artistas españoles ya casi fa­mosos, pero no cerró los ojos a la vanguardia ni extravió su mi­rada. A su regreso, en 1914, a España, después de una estan­cia en Inglaterra, en la que le sorprendió la declaración de guerra y a punto estuvo de alis­tarse en las fuerzas de su gra­ciosa majestad, siguió con su vida bohemia, endulzada ahora con la certeza de que era, entre sus pares, el mejor.
Datan de entonces tanto su consolidación en los círculos intelectuales madrileños —que bien podemos cifrar en su parti­cipación en la tertulia y redac­ción de España, publicación di­rigida por Ortega y Gasset­como su más reconocido inven­to: las mujeres Penagos.
Sobre el primer aspecto, Eugenio d'Ors le comparó, refi­riéndose al cartel que había realizado para anunciar la sali­da de la revista, con Miguel Án­gel, "que esculpió en mármol, para el pudridero de los Medi­cis, la noble y melancólica ima­gen de II pensieroso", y con Rodin, que "enfrió el fervor del bronce en una forma tensa y efi­caz, la de aquel desnudo Pen­seur". Penagos, para el cartel de la nueva revista España, dibujó una nueva figuración ilustre, destinada a quedar en la icono­grafía de la inteligencia bajo el mote de El. Preocupado. Se au­naban así sus ideas con las de los que se empeñaban en cam­biar, porque no les gustaba, la imagen de España: el mismo Ortega, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Luis Bello y otros.
Y precisamente porque, como escribe José Hierro, "a Penagos no le gustaba ese Ma­drid suyo de orinal y palangana; no le gustaban las rollizas cu­pletistas, ni los padres de la pa­tria de bigote castelarino y voz de Sinaí, ni la clase media gal­dosiana de cocido diario", creó —como había creado los carte­les para los grandes bailes, los anuncios que señalaban la ele­gancia del Gran Kursaal de San Sebastián y  1a fragancia de los sofisticados productos de belleza— sus mujeres, ante las que no hay escritor de época ni contemporáneo nuestro que no caiga a sus pies.


Carteles con consejos institucionales.




El artista posa durante una corrida benéfica.



"Fue el primero en España, que obligó a las mujeres a tener el cuello largo para que la pa­mela les sentara bien. En Ma­drid las cosas eran de otro modo. Aquí las mujeres lucían todavía solomillos impresio­nantes, pecheras como mar­quesinas y pantorrillas de ele­fante. Penagos fue un tirano. Con su lápiz de artista a modo de bisturí, hizo la cirugía estéti­ca a todo aquel paisaje femeni­no metido en carnes", escribe Manuel Vicent.
Porque, como sospechaba Manolo Alcántara, "en la mano derecha tenía un harén, un se­rrallo poblado por mujeres muy bien vestidas, esbeltas, que esti­raban el cuello de cisne para poder asomarse al futuro", y a las que el también pintor Es­plandiú describe como sigue: "La tobillera a lo Penagos: perfil helénico, pelo tirante con moño tras de la nuca, barbilla en pun­ta, la figura menuda y la gracia de la tanagra. Las modistillasdel barrio de Salamanca, las ni­ñas bien de la Castellana, las castigadoras de Maxim's y las tanguistas de cabaré le copia­ban sus dibujos en sus per­sonas".
Y si el director José Luis Garci las equipara una a una con las grandes estrellas del ci­nemascope, Luis García Ber­langa confiesa: "Mi limpia en­trada en el mundo del erotismo se produjo de la mano de aque­llas mujeres que hacían fácil la inestable movilidad del desliz".
Porque, como descubre Ma­nuel Alcón, "la sabia caricia del lápiz caldea la forma, la media es filtro no del pecado, sino de la gloria, y en esa sabrosa y fina robustez van a encontrarse las miradas con alma del rico, del pobre, del joven transeúnte". Y tiene razón Edgar Neville cuan­do apunta: "La mujercita de Penagos enseñó a las españolas a no ser gordas, les hizo cam­biar los cánones de belleza y bajaron las farináceas en el mercado. Resultaba que a los hombres les gustaban más las chicas de Penagos, sonrientes, ondulantes, prometedoras y con sex appeal, que entonces se llamaba de otro modo. Al mis­mo tiempo, a los hombres espa­ñoles se les pasó la manía de asesinar a sus adúlteras, se con­vencieron de que beber un vaso de leche fría no era de afemina­dos y fueron dejando el culto que sentían a ciertas ordinarie­ces y que eran fruto del lugar común. Fue, por tanto, uno de los que más contribuyeron a hacer la vida en España más amable, más riente, más tole­rante y más fácil a los que llega­mos después".
Curiosamente, Penagos no se internó jamás, que se sepa, por los vericuetos de la porno­grafía; sus dibujos —que cuan­do eran excesivamente pícaros firmaba con el seudónimo de Zala, primera parte del apellido materno, Zalabardo— son re­flejo de un erotismo dulce, como de primera mano en las gracias de la sensualidad.


"Cualquiera aspiraba a echarse a una de aquellas chi­cas de novia", afirmaba Julio Camba, "excepto él...", porque a Penagos, a quien sus amigos descubrían de pronto en su condición de hombre casado, en 1924 —justo cuando dibuja­ba, en opinión de su hijo Rafael, sus chicas más guapas— le na­cieron, con tres cuartos de hora de diferencia, dos gemelos: Ra­fael, el mayor, y el más peque­ño, José María. Y algo debió de pasarle a ese hombre que recor­daba que su infancia y adoles­cencia habían sido, en su casa, una interminable sucesión de alumbramientos de su madre —contó hasta 18— y de muer­tes de sus hermanas y her­manos.
Cambió desde entonces sus costumbres y ya no trasnocha­ba ni se adentraba más allá de las calles en las que estaban los cafés de sus tertulias. Dibujaba, eso sí, todavía más que antes.
Vivía la familia en la calle de Alfonso XII, en una torre que miraba a las verjas del Retiro, y allí, en una sala grande y above­dada, cuyo techo el propio Pe­nagos había pintado de azul no­che y cuajado de estrellas, tenía el estudio. Trabajaba muchas veces acompañado de sus hijos, desde por la mañana temprano hasta las dos y desde el desper­tar de la siesta hasta el desplo­me del atardecer. Él mismo se molía los colores, para que los rojos fuesen más puros; los amarillos, más limpios de bri­llo, y los azules, ya nocturnos, ya anunciadores del alba. Los niños veían, maravillados,cómo salían de las cartulinas blancas hadas, gnomos, casti­llos, caballos engualdrapados, brujos... Porque, además de in­ventar tanto en el terreno de la ilustración comercial, Penagos inventó en cantidad semejante en la ilustración de cuentos in­fantiles y novelas de adolescen­tes. Entre otros muchos famo­sos, los publicados por Saturni­no Calleja.
Años después, ya del todo consolidada su fama, premiado en la Exposición Internacional de París de 1925 y en la Ibero­americana de Barcelona de 1926, iniciadas sus colaboracio­nes en las grandes revistas ar­gentinas, que trasladaron su fama al otro lado del océano, Penagos se presentó, por esas cosas españolas de la estabili­dad económica, a oposiciones a cátedra de dibujo, en las que obtuvo el número uno. Fue pro­fesor en los institutos Veláz­quez, en el que coincidió con Gerardo Diego, y Cervantes de Madrid, y fue compañero, que no amigo, por diferencia de edad, de don Antonio Macha­do, quien iniciaba sus clases al llamado de "señores claus­trales...".
"Republicano sin partido ni carné", como le describen quie­nes fueron sus amigos, se trasla­dó a Valencia en el año 1937, en plena guerra civil. Ejerció de profesor del instituto Luis Vives y posteriormente del Instituto Obrero de la misma ciudad. Allí enseñó a su hijo Rafael, al que, ¡precisamente por alborotar en clase con una niña!, expulsó —una excepción en su vida aca­démica— del aula.
Al final de la guerra fue de­purado bajo las acusaciones de colaboración con la Prensa roja y amistad con Manuel Azaña y Rivas Cherif. No sufrió pena de cárcel ni otras contrariedades, pero la España que había salda­do la sublevación militar no se parecía ni de lejos a la España que, aun sin gustarle, la había precedido. Ya no quedaba lu­gar donde se amparase la dul­zura, ni vías para la pícara amabilidad, ni ocasión en la que aderezar elegancia a la be­lleza; cabe incluso que Penagos pensase que los únicos que se podían costear ciertos adita­mentos no merecían, ni de le­jos, su genio ni su apoyo. Dejó su Madrid de siempre y, ayuda­do por un hijo de Martínez Ani­do, el dibujante Baldrich, se trasladó a Barcelona, ciudad en la que ejerció breve tiempo su cátedra.
A los 58 años, cuando su hijo Rafael empezaba su carre­ra de actor de doblaje —"¡gana­ba", recuerda, "cuatro veces más que mi padre!"—, Penagos se embarcó camino de Chile, donde tenía buenos amigos y donde realizó sus obras de tema andino. Cinco años des­pués regresaría a España, "para morir, aunque él no lo sabía".


El Pais Semanal

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