El novelista Eduardo Zamacois describe a Penagos como alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita.
Texto: Mariano Navarro
Cuenta Rafael de Penagos hijo que en 1953, de camino hacia Cádiz pan recibir a su padre, que regresaba de su larga estancia en América, conoció en Sevilla a Juan Belmonte, que había sido y en gran amigo del dibujante, y que éste, con su media tartamudez le dijo entonces: "Mira, Rafael si tu padre se llega a morir, cosa que dichosamente no ocurrió cuando tenía 25 años hubiera tenido el mismo entierro que tuvo José (Joselito) y el mismo que hubiera tenido yo si me Ilega a matar un toro".
Fechas más o menos descabaladas aparte, la afirmacióin de Belmonte no parece exagerada. Penagos, como le llamaba todo el mundo, fue el más popular, el más célebre y mejor considerado de los dibujantes ilustradores españoles en el largo período que va desde la puertas del siglo hasta la guerra civil. En un tiempo, además, en el que los dibujantes eran más que conocidos en la vida pública. "En Madrid se comentaban sus dibujos", escribe el escritor y también ilustrador Migue Mihura, "como hoy se comenta el estreno de una película importante, y en la calle y en los cafés la gente volvía la cabeza para contemplar con devoción a estos grandes artistas". Penagos fue tan popular y tan célebre que en los felices veinte había caballos de carreras y galgos que llevaban como talismán de su suerte el nombre de Penagos, en Chicote servían un cóctel Penagos y, cómo no, más de un jovencito pedía en las tiendas de materiales artísticos un tubo de verde Penagos. Cuando Miguel Hernández soñaba entonces un libro, para soñarlo más bello, lo quería ilustrado por Penagos.
Pero, a su retorno, como ocurriera en las fechas de su marcha, no le esperaba el paisaje soñado, que él había contribuido a confeccionar, sino la misma España alimentada de palabrería y escasez que había abandonado cinco años antes. "Un Madrid resistente y persistente, moribundo, pero en el que las piedras tienen aún temperatura humana", escribió Ruano. Sus amigos, que amigos no le faltaron nunca, le dieron un homenaje. Encontró algunos trabajos. Retrató a lápiz a los escritores Antonio Martínez Ruiz, Azorín, y a don Pío Baroja, con los que había compartido empresas de juventud. "Buscaba temblando las esquinas de aquel Madrid que había vivido". Sigue Ruano en su artículo
necrológico. Va a fechar un dibujo y escribe: 1923. Nota algo. Enmienda: 1933. La joven admiradora sonríe: "¡Don Rafael, por Dios!". (¡Qué mal le suena eso de don Rafael!) Escribe por fin: 1943. La muchacha se resigna a medias: "Muchas gracias, don Rafael, pero estamos en 1953". "Y una tarde del mes de abril, sin darse cuenta, / se le durmió el cansancio en la almohada". Era el día 24 de ese mes de 1954, acababa apenas de cumplir los 65 años.
Y aunque su hijo, en los versos que continúan el poema antes citado, afirmó: "En sus ojos cerrados / se abría, con su muerte, su mañana", lo cierto es que ese mañana ha precisado de años para abrirse definitivamente a la luz, para poder reunir una parte sustancial de los 15.000 dibujos que realizó y para devolver al lugar que le corresponde la calidad de su trabajo. Baste decir que hasta la fecha es —salvo los libros editados por intervención de su hijo— casi nula su bibliografía, y que únicamente hay una tesina que estudia su labor en relación con las tendencias de la ilustración de su época.
Penagos fue dibujante por azares y coincidencias de la vida, ya que tanto sus primeras intenciones como la posición social de su familia le destinaban a la, en apariencia, más alta posición de pintor. Esas intenciones sufrieron un serio revés cuando el entonces precoz y muy premiado alumno de la Escuela Superior de Artes e Industrias optó a una plaza-concurso en la Academia Española de Roma. Pintó un cuadro, hoy perdido, a tenor
Una de las portadas realizadas para La novela picaresca
de los requisitos y usanzas, de gran formato y de tema piadoso, Consolarás al enfermo. Pocos días antes de la deliberación del jurado se encontró, mientras paseaba con su padre, con don José Garnelo, miembro del jurado, que le dijo: "Penagos, quiero decirle que he visto su cuadro, que me gusta mucho, y que cuente con mi voto". El joven ya se veía en Roma. A la hora de las votaciones, el señor Garnelo no llegaba. Los restantes miembros del jurado habían empatado a votos a Penagos y a un pintor valenciano hoy olvidado. Con expectación y distintas esperanzas aguardaban uno y otro. Finalmente, sudoroso y a prisas. se presentó Garnelo, que, ¡oh sorpresa!, dio su voto al valenciano. ¿Por qué? Por intercesión de la mismísima reina María Cristina, que había indicado al académico su interés por él. Desilusión, claro, y dicen que también un cambio en la vocación del más dotado. Si no le hubiese dicho nada...
La segunda parte, que afectaba a su familia, llegó de la mano de una mala jugada de bolsa. Su padre, el notario madrileño José María de Penagos administraba tanto sus ingresos como la fortuna de su esposa, doña Encarnación Zalabardo. Vivían entonces en un chalecito de la calle de Granada. paseaban en tílburi, se servían de un numeroso servicio que contaba, para la numerosa y poco a poco devastada prole. tanto con amas de cría como con amas secas, asistían a los estrenos de Echegaray y veraneaban. Todo se lo llevó un revés en sus inversiones. Y Rafael, Penagos desde entonces, se puso a trabajar.
Desde su ingreso en La Novela Ilustrada, que dirigía Blasco Ibáñez, dio muestras sobradas de la precocidad de su genio e impuso su estilo. Asombraron sus portadas para la edición de El judío errante. Tanto es así que una mañana Llorca. el yerno de Blasco Ibáñez, a duras penas conseguía convencer a unos clientes de que el jovencito que veían puesto al tablero era él, y no otro mayor, el Penagos al que buscaban.
"Me pagaban dos o tres pesetas por dibujo", le contaba a Antoniorrobles. "Era entonces cuando Prudencio Iglesias me decía: 'Te conviene merendar...'. Y se compraba dos panecillos y nos los íbamos comiendo de conversación por la calle".
Aunque compaginaba los trabajos de encargo con la pintura propia, día a día se deslizaba más y más hacia los primeros, y en 1909 —tiene tan sólo 20 años— envía sus primeros carteles a los concursos que convoca el Círculo de Bellas Artes para sus bailes de disfraces. Empieza a ganar premios. Su obra se difunde. Le llega, con una prontitud que le restará importancia a sus ojos, la fama.
A los 21 años es contertulio de Valle-Inclán —para el que ilustra, junto a otros, Voces de gesta y dibuja el frontis de sus Obras completas— y Ricardo Baroja en el Nuevo Café de Levante, y personaje conocido en las interminables noches de Madrid. "Alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita, su silueta era de las más populares". Lo describe el novelista Eduardo Zamacois. "Se le encontraba a todas horas —particularmente en las teñidas por el rosicler de la aurora— y también en todas partes: lo mismo en las residencias próceres del barrio de Salamanca que en los restaurantes abiertos toda la noche, y en los bailes donde al son del organillo los flamencos de faca en faja y las chulonas de mantón y pañuelo a la cabeza saboreaban las delicias del agarrao".
Famoso también como homme-á-femmes, acaso en demasía. Porque era garboso su porte; gentil su rostro de ojos vivos e irónicos (conservó siempre los que brillan en un retratito que le hicieron a los seis años), y su labia zumbona y algo achulapada, tuvo romances intensos, entre ellos uno con Tórtola Valencia, que le sirvió de modelo para varios carteles y dibujos, uno muy intrigante en el que la abraza una serpiente y no se sabe si se besan.
Fotografía en la que Penagos posa con sus dos hijos mellizos.
Retrato que reproduce una de las características mujeres de cuello largo y bello rostro que transformaron la estetica de las españolas.
No fue a Roma, pero, becado por la Junta de Ampliación de Estudios —con los votos de Sorolla y Menéndez Pidal—, viajó a París. "Ha sido realmente el único momento en que he pasado hambre", le confesaba a Antoniorrobles. "Una noche, a la hora en que debía estar cenando, tuve que hacerme unos cuantos dibujos que un muchacho catalán muy despierto y muy pollo, además, puso en un banco del bulevar y vendió a unos estudiantes. Aquella barra larga de pan parisiense que me llevó luego traía nimbo, como las cabezas de los santos...".
No conoció ni se trató con los artistas españoles ya casi famosos, pero no cerró los ojos a la vanguardia ni extravió su mirada. A su regreso, en 1914, a España, después de una estancia en Inglaterra, en la que le sorprendió la declaración de guerra y a punto estuvo de alistarse en las fuerzas de su graciosa majestad, siguió con su vida bohemia, endulzada ahora con la certeza de que era, entre sus pares, el mejor.
Datan de entonces tanto su consolidación en los círculos intelectuales madrileños —que bien podemos cifrar en su participación en la tertulia y redacción de España, publicación dirigida por Ortega y Gassetcomo su más reconocido invento: las mujeres Penagos.
Sobre el primer aspecto, Eugenio d'Ors le comparó, refiriéndose al cartel que había realizado para anunciar la salida de la revista, con Miguel Ángel, "que esculpió en mármol, para el pudridero de los Medicis, la noble y melancólica imagen de II pensieroso", y con Rodin, que "enfrió el fervor del bronce en una forma tensa y eficaz, la de aquel desnudo Penseur". Penagos, para el cartel de la nueva revista España, dibujó una nueva figuración ilustre, destinada a quedar en la iconografía de la inteligencia bajo el mote de El. Preocupado. Se aunaban así sus ideas con las de los que se empeñaban en cambiar, porque no les gustaba, la imagen de España: el mismo Ortega, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Luis Bello y otros.
Y precisamente porque, como escribe José Hierro, "a Penagos no le gustaba ese Madrid suyo de orinal y palangana; no le gustaban las rollizas cupletistas, ni los padres de la patria de bigote castelarino y voz de Sinaí, ni la clase media galdosiana de cocido diario", creó —como había creado los carteles para los grandes bailes, los anuncios que señalaban la elegancia del Gran Kursaal de San Sebastián y 1a fragancia de los sofisticados productos de belleza— sus mujeres, ante las que no hay escritor de época ni contemporáneo nuestro que no caiga a sus pies.
Carteles con consejos institucionales.
El artista posa durante una corrida benéfica.
"Fue el primero en España, que obligó a las mujeres a tener el cuello largo para que la pamela les sentara bien. En Madrid las cosas eran de otro modo. Aquí las mujeres lucían todavía solomillos impresionantes, pecheras como marquesinas y pantorrillas de elefante. Penagos fue un tirano. Con su lápiz de artista a modo de bisturí, hizo la cirugía estética a todo aquel paisaje femenino metido en carnes", escribe Manuel Vicent.
Porque, como sospechaba Manolo Alcántara, "en la mano derecha tenía un harén, un serrallo poblado por mujeres muy bien vestidas, esbeltas, que estiraban el cuello de cisne para poder asomarse al futuro", y a las que el también pintor Esplandiú describe como sigue: "La tobillera a lo Penagos: perfil helénico, pelo tirante con moño tras de la nuca, barbilla en punta, la figura menuda y la gracia de la tanagra. Las modistillasdel barrio de Salamanca, las niñas bien de la Castellana, las castigadoras de Maxim's y las tanguistas de cabaré le copiaban sus dibujos en sus personas".
Y si el director José Luis Garci las equipara una a una con las grandes estrellas del cinemascope, Luis García Berlanga confiesa: "Mi limpia entrada en el mundo del erotismo se produjo de la mano de aquellas mujeres que hacían fácil la inestable movilidad del desliz".
Porque, como descubre Manuel Alcón, "la sabia caricia del lápiz caldea la forma, la media es filtro no del pecado, sino de la gloria, y en esa sabrosa y fina robustez van a encontrarse las miradas con alma del rico, del pobre, del joven transeúnte". Y tiene razón Edgar Neville cuando apunta: "La mujercita de Penagos enseñó a las españolas a no ser gordas, les hizo cambiar los cánones de belleza y bajaron las farináceas en el mercado. Resultaba que a los hombres les gustaban más las chicas de Penagos, sonrientes, ondulantes, prometedoras y con sex appeal, que entonces se llamaba de otro modo. Al mismo tiempo, a los hombres españoles se les pasó la manía de asesinar a sus adúlteras, se convencieron de que beber un vaso de leche fría no era de afeminados y fueron dejando el culto que sentían a ciertas ordinarieces y que eran fruto del lugar común. Fue, por tanto, uno de los que más contribuyeron a hacer la vida en España más amable, más riente, más tolerante y más fácil a los que llegamos después".
Curiosamente, Penagos no se internó jamás, que se sepa, por los vericuetos de la pornografía; sus dibujos —que cuando eran excesivamente pícaros firmaba con el seudónimo de Zala, primera parte del apellido materno, Zalabardo— son reflejo de un erotismo dulce, como de primera mano en las gracias de la sensualidad.
Cambió desde entonces sus costumbres y ya no trasnochaba ni se adentraba más allá de las calles en las que estaban los cafés de sus tertulias. Dibujaba, eso sí, todavía más que antes.
Vivía la familia en la calle de Alfonso XII, en una torre que miraba a las verjas del Retiro, y allí, en una sala grande y abovedada, cuyo techo el propio Penagos había pintado de azul noche y cuajado de estrellas, tenía el estudio. Trabajaba muchas veces acompañado de sus hijos, desde por la mañana temprano hasta las dos y desde el despertar de la siesta hasta el desplome del atardecer. Él mismo se molía los colores, para que los rojos fuesen más puros; los amarillos, más limpios de brillo, y los azules, ya nocturnos, ya anunciadores del alba. Los niños veían, maravillados,cómo salían de las cartulinas blancas hadas, gnomos, castillos, caballos engualdrapados, brujos... Porque, además de inventar tanto en el terreno de la ilustración comercial, Penagos inventó en cantidad semejante en la ilustración de cuentos infantiles y novelas de adolescentes. Entre otros muchos famosos, los publicados por Saturnino Calleja.
Años después, ya del todo consolidada su fama, premiado en la Exposición Internacional de París de 1925 y en la Iberoamericana de Barcelona de 1926, iniciadas sus colaboraciones en las grandes revistas argentinas, que trasladaron su fama al otro lado del océano, Penagos se presentó, por esas cosas españolas de la estabilidad económica, a oposiciones a cátedra de dibujo, en las que obtuvo el número uno. Fue profesor en los institutos Velázquez, en el que coincidió con Gerardo Diego, y Cervantes de Madrid, y fue compañero, que no amigo, por diferencia de edad, de don Antonio Machado, quien iniciaba sus clases al llamado de "señores claustrales...".
"Republicano sin partido ni carné", como le describen quienes fueron sus amigos, se trasladó a Valencia en el año 1937, en plena guerra civil. Ejerció de profesor del instituto Luis Vives y posteriormente del Instituto Obrero de la misma ciudad. Allí enseñó a su hijo Rafael, al que, ¡precisamente por alborotar en clase con una niña!, expulsó —una excepción en su vida académica— del aula.
Al final de la guerra fue depurado bajo las acusaciones de colaboración con la Prensa roja y amistad con Manuel Azaña y Rivas Cherif. No sufrió pena de cárcel ni otras contrariedades, pero la España que había saldado la sublevación militar no se parecía ni de lejos a la España que, aun sin gustarle, la había precedido. Ya no quedaba lugar donde se amparase la dulzura, ni vías para la pícara amabilidad, ni ocasión en la que aderezar elegancia a la belleza; cabe incluso que Penagos pensase que los únicos que se podían costear ciertos aditamentos no merecían, ni de lejos, su genio ni su apoyo. Dejó su Madrid de siempre y, ayudado por un hijo de Martínez Anido, el dibujante Baldrich, se trasladó a Barcelona, ciudad en la que ejerció breve tiempo su cátedra.
A los 58 años, cuando su hijo Rafael empezaba su carrera de actor de doblaje —"¡ganaba", recuerda, "cuatro veces más que mi padre!"—, Penagos se embarcó camino de Chile, donde tenía buenos amigos y donde realizó sus obras de tema andino. Cinco años después regresaría a España, "para morir, aunque él no lo sabía".
El Pais Semanal
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