viernes, 15 de junio de 2012

En el cuarto centenario de Velazquez





FRANCISCO CALVO SERRALLER

El 16 de junio de 1599 nació Diego Rodríguez de Silva y Velázquez en Sevilla, por lo que en el presente año corresponde celebrar el cuarto centenario de su nacimiento. Ya sé que las conmemoraciones centenarias son aleatorias y que, a veces, encima, se fuerzan con excusas poco o nada convincen­tes, con lo que se crea desconcierto y satu­ración. En todo caso, la rueda del tiempo marca las pautas para nuestra cultura mo­derna y resulta dificil imaginar un sistema alternativo para suscitar la atención colec­tiva sobre algo que se considera memora­ble. Como nadie puede negar que Veláz­quez se halla entre lo más memorable, no digo ya del arte español, sino del europeo, creo que a la postre es más útil requerir el mejor aprovechamiento posible de la efeméride que discutir si es oportuno re­girse o no por lo que dicta el anónimo ca­lendario. Esto último viene a cuento por­que, como casi todo el mundo guardará en su memoria, hace nueve años, en 1990, se organizó, en nuestro país, un más que dudoso espectáculo a costa de una más que discutible exposición sobre Velázquez, que, en cierta manera, cegó la posibilidad de que ahora tenga lugar una gran retros­pectiva del genial pintor. La iniciativa en­tonces no fue española, fue a remolque de la del Museo Metropolitano de Nueva York, para el que sí era imprescindibleadelantarse a la fecha centenaria, proba­blemente pensando que el Museo del Pra­do, sin cuya colaboración resulta imposi­ble montar ninguna muestra velazqueña aceptable, la programaría para 1999.

Sea como sea, lo que, con certeza, se prepara ahora en nuestro país es una ex­posición monográfica sobre la etapa sevi­llana de Velázquez, que tendrá lugar el próximo otoño en su ciudad natal. Con este mismo tema tuvo lugar, en 1996, una excelente muestra en la Galería Nacional de Escocia, el mismo año, por cierto, quese pudo contemplar, en el Prado, el sober­bio retrato velazqueño del papa Inocen­cio X. O sea, que no se puede decir que no se haya movido, en lo que se refiere al siempre espinoso asunto de las muestras temporales, lo velazqueño en la presente década. Fuera del mismo, tampoco se puede ignorar la serie de abundantes pu­blicaciones que han aparecido en este mismo periodo o, en fin, el ciclo de confe­rencias que, organizado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado, se está celebrando el presente curso, no sólo en la propia sede del museo, sino visitando a continuación las del Museo de Bellas Ar­tes de Bilbao y la Fundación Barrie de la Maza de A Coruña.

Al margen del valor que se le conceda o merezcan cualquiera de las recientes o in­minentes iniciativas en homenaje a Veláz­quez que acabamos de citar, o si han sido ejecutadas con la calidad o en el momento precisos, de lo que no cabe duda es del in­comparable prestigio que ha alcanzado la obra del pintor español dentro y fuera de nuestro país. Desde luego, no fue siempre así, en parte a causa del desprestigio del arte español antes de su reivindicación en­tre los románticos europeos, pero tam­bién, caso específico de Velázquez, porque su obra no fue visible públicamente hasta la fundación del Museo del Prado. De he­cho, muy escasos aficionados destacaban la pintura velazqueña antes de la década



"Vieja freindo huevos", de la National Gallery of Scotland, de Edimburgo, estará en la muestra sevillana.


de 1860, que fue cuando Ma­net la vio en el Prado y la cali­ficó como la mejor realizada jamás por pintor alguno. Es cierto que, en su entusiasma­da correspondencia escrita desde Madrid, Manet lo elo­gió como "pintor de pinto­res", que es lo que dice un pintor de otro cuando está convencido de que la excelen­cia de éste resultará difícil de comprender por la gran ma­yoría no cualificada. A juzgar por la pasión colectiva que suscitó la obra velazqueña a partir de 1880, se podría pen­sar que la reserva manetiana respecto al crecimiento futuro de la fama del pintor sevillano estaba equivocada, y que el pintor francés quizá se dejó llevar por el aire suficiente de un vanguardista que des­confía visceralmente de las masas. Sin embargo, en un cé­lebre ensayo sobre Velázquez que Ortega escribió en 1954 se podía leer lo siguiente: "El brillo plenario de Velázquez dura de 1880 a 1920. Sorpren­de que figura tan ingente de la historia de la pintura haya permanecido tan breve tiempo en el cenit". Un poco más adelante añadía, insisto que desde 1954, que "es el presen­te el momento más inadecua­do para hablar de Velázquez, porque su obra ha entrado re­cientemente en la zona de me­nor favorable visibilidad".

No merece la pena repasar aquí las razones que aducía el filósofo para explicar la despro­positada fortuna de la obra de Velázquez, o, como él decía, los "caracteres anómalos" de su fama. pero nadie se rasgó las vestiduras cuando escribió que su estrella estaba decli­nante a partir de 1920 y que, 30 años después, hacia 1950, todavía podía resultar menos di­gerible para el público. Sin duda, ni Ortega, ni, mucho menos, Manet, pudieron imaginar lo que iba a ocurrir con el fenómeno de la proyección espectacular del arte y los museos en nuestra sociedad actual, pero creo que el hecho de que Velázquez se haya converti­do en uno de los objetos de ma­yor consumo masivo de entre los que ofrece la historia del arte, no resta un ápice de verdad a la difi­cultad para su cabal compren­sión o, si se quiere, para romper su recalcitrante misterio. Cómo algo podía ser muy popular sin ser apropiadamente entendido fue explicado, con admirable cla­ridad, por Ortega al tratar preci­samente de Velázquez y, en ge­neral, de la buena pintura. En és­ta, afirmaba, el signo es patente y el significado recóndito; esto es: lo que se ve es evidente, pero no lo que esto significa, al revés de lo que ocurre, por ejemplo, en las matemáticas.
En este sentido, al margen de la mercadotecnia política y económica que puede acarrear la celebración del cuarto cente­nario del pintor, ¿no será quizá un buen propósito plantearnos, no descifrar, sino adentrarnos en el misterio de Velázquez, que es, en efecto, el de la pintura? Y es que el misterio empapa de tal manera el arte velazqueño que, a la postre, todo lo que le rodea, vida y personalidad incluidas, se nos vuelve refractario. No es que no conozcamos datos sufi­cientes sobre lo que le pasó, sino que los documentos no revelan apenas el fondo íntimo de su personalidad y temperamento. Era, cierto, de natural discreto, y, además, estaba protocolaria­mente obligado a serlo como el cortesano que fue: se pasó las tres cuartas partes de su vida al servicio directo de Felipe IV. Pero es otra la discreción íntima del yo y del arte.
La biografía de Velázquez, por ejemplo, nos ha seguido proporcionando sorpresas. De origen modesto, casado a los 19 años con la hija del que fue su maestro en Sevilla, Francisco Pacheco, sus 42 años de paz con­yugal, entre 1618 y 1660 –murieron ambos esposos ese mismo año con apenas unos días de diferencia–, parecían exentos de cualquier sombra. Hace unos años, sin embargo, nos




"Retrato de hombre joven". Esta obra y la pregunta ¿Autorretrato? promocionará el Año de Velazquez. 





enteramos que tuvo un hijo natural en su segundo viaje a Italia y que lo mantuvo hasta que éste falleció. Pero no se trata de magnificar ocasiona­les enredos eróticos, aunque éste en concreto quebrante un montón de teorías sobre la sobriedad, la castidad y otras especulaciones parecidas escritas al respecto, sino que, todavía hoy, sabemos bastan­te poco acerca de lo que, a ciencia cierta, deseaba, pensa­ba o creía Velázquez. Su duro ascenso escalafoneado en su carrera cortesana nos dice más sobre lo que era la vida de un pintor en la Corte es­pañola que sobre él. En esa Corte ingresó en 1623 y no dejó de servirla, en la persona de Felipe IV, hasta el día de su fallecimiento, acaecido a las tres de la tarde del 6 de agosto de 1660, poco después de regresar de la isla de los Faisanes, en el río Bidasoa, donde asistió como aposenta­dor al definitivo pacto hispa­no-francés. Fue en ese cere­monial cuando, según Palo­mino, deslumbró a propios y extraños con su elegante ves­tido y garbo, lo que, dicho sea de paso, cuadra mal con lo que legendariamente se solía decir sobre su "natural modestia". Su obstinación por ser nombrado caballero de Santiago, algo que logró porque así lo impuso el monarca tras fracasar el pleito de hidalguía, implicaba rentas y no sólo honores, con lo que para el caso tampoco se puede conjeturar que le impulsaba la simple vanidad.

Así podríamos seguir matizando suposiciones a partir de datos indiscutidos, pero donde el misterio se ceba más es en la explicación de su arte. El asunto es, cuanto menos, curioso,porque no ha habido una obra de producción más corta, mejor inventariada y, hasta cierto punto, de intenciones más consabidas que la de Velázquez. Pero es el caso que hoy sus cuadros principales si­guen suscitando polémicas sobre aspectos esenciales, como la hace poco organizada sobre Las Me­ninas, o se discute acaloradamen­te atribuciones, como ocurrió con un retrato de Olivares, de una colección privada española, o, en la actualidad, con una santa Rufina juvenil que se ofrece a la venta. Son éstos, sin duda, datos sueltos, citados un poco al azar, pero que no dejan de sorprender en un pintor que no tuvo más ta­ller que el familiar y que se pasó casi toda su vida como un fun­cionario cortesano, levantándose acta de cuanto le pasaba y hacía.
¿Será entonces que el misterio Velázquez, el de su vida y el de su arte, estuvieron marcados por una discreción que va más allá de la de ser un probo y sobrio cortesano, de carácter introverti­do y temperamento flemático? El varón discreto es, según Co­varrubias, el que sabe distinguir y juzgar. A este mismo asunto le dedicó no pocas reflexiones Bal­tasar Gracián, admirador con­temporáneo de Velázquez. Orte­ga pensó que lo mejor de Veláz­quez fue que logró "la retracción de la pintura a la visualidad pu­ra", mientras que Foucault vio en Las Meninas la primera ma­nifestación consciente de la re­presentación. Se ha dicho tam­bién que supo pintar, no tanto la realidad de unos hombres, sino el secreto del existir, el paso del tiempo. En cualquier caso, todo lo que hizo, lo hizo significando cada vez más con menos. ¡El más hondo misterio que cabe es­perar del arte!





"El aguador de Sevilla", del Wellington Museum de Londres






LA ETAPA SEVILLANA DEL PINTOR

El aguador de Sevilla y la Vieja hiendo huevos volverán a sus tierras andaluzas acompañados de otra veintena de obras de Diego Velázquez, creadas antes de irse a Madrid, y expuestas en 11 museos de todo el mundo. Estarán en Sevilla en otoño en la exposición más importante que celebrará el cuarto centenario del nacimiento del pintor, en el conjunto monumental de la Cartuja Santa María de las Cuevas, con el nombre de Velázquez y Sevilla.

"Es una muestra singular, muy interesante, porque por primera vez se ha logrado reunir la etapa sevillana de Velázquez", afirma Carmen Calvo, consejera de Cultura del Gobierno de Andalucía, y coordinadora de los actos conmemorativos. "Una exhibición", agrega, "en la que se podrá ver que ya era un artista formado cuando llega a Madrid". El comisario de la muestra fue Juan Miguel Serrera, fallecido recientemente.

La conmemoración, cuya organización se inició en 1996, empezó oficialmente el mes pasado con la declaración de 1999 como Año Velázquez por parte de la Junta de Andalucía. El año gira en torno a dos actividades: la exposición y el Simposio Internacional Velázquez, en octubre. Paralelamente, se realizará un programa con La música y el teatro en la época de Velázquez y se ha solicitado al Consejo de Europa que vincule el Año Velázquez a las Jornadas Europeas del Patrimonio 1999 en toda España.
Velázquez y Sevilla tendrá alrededor de cien piezas, en las que se contextualiza lo que pintaba Velázquez y lo que se hacía entonces en Sevilla; esto incluye pinturas, esculturas, dibujos, grabados, libros miniados y documentos que influyeron en la primera etapa del pintor. "Pretendemos recordar su nacimiento, su formación artística en una Sevilla esplendorosa y su relación con el resto de Andalucía", explica Carmen Calvo.
La exposición tiene tres áreas: una dedicada a los precedentes artísticos de la segunda mitad del siglo XVI, otra, a los artistas coetáneos que convivieron en el mismo ambiente, y un tercer espacio sobre las obras de Velázquez durante su etapa sevillana. Este último se recreará con 22 pinturas de 11 museos, como Escena de cocina con Cristo en Emaus (The National Gallery of Ireland, Dublín), Cristo en casa de Marta (The Trustees of the National Gallery, Londres), El almuerzo (Szépmüvészeti Müzeum, Budapest), El poeta don Luis de Góngora y Argote (Museum of Fine Arts, Boston) y La adoración de los Reyes Magos (Museo del Prado). Asistirán al simposio Jonathan Brown, Enriqueta Harris, Fernando Checa, Fernando Marías, Alfonso Gutiérrez y Francisco Calvo Serraller. El centenario empezará este mes a promocionarse en los principales aeropuertos del mundo, con carteles de obras de Velázquez con un símbolo, el anagrama DV y la Cruz de Santiago —símbolo de la Orden de Caballería a la que el pintor anheló pertenecer y que le fue concedida por el rey Felipe IV, que la mandó pintar después de la muerte de Velázquez en el autorretrato en que aparece en Las Meninas—y las fechas 1599 / 1999. / W.M.S.


SOBRE LAS MENINAS
ANTONIO PALOMINO
"El lienzo, en que está pintado, es grande, y no se ve nada de lo pintado, porque se mira por la parte posterior, que arrima al caballete. Dio muestra de su claro ingenio Velázquez en descubrir lo que pintaba con ingeniosa traza, valiéndose de la cristali­na luz de un espejo, que pintó en lo último de la galería, y frontero al cuadro, en el cual la reflexión o repercusión nos representa a nuestros católicos reyes Felipe y María Ana  En esta galería, que es la del cuarto del Príncipe, donde se finge, y donde se pintó, se ven varias pinturas por las paredes, aunque con poca claridad; co­nocese ser de Rubens, e historias de las 'metamorfosis' de Ovidio. Tiene esta galería varias ventanas, que se ven en disminución, que hacen parecer grande la distancia; es la luz izquierda, que entra por ellas, y sólo por las principales, y últimas. El pavi­mento es liso, y con tal perspectiva, que parece se puede caminar por él; y en el techo se descubre la misma cantidad. Al lado izquierdo del espejo está una puerta abierta, que sale a una escalera, en la cual está José Nieto, aposentadar de la reina, muy pa­recido, no obstante la distancia, y degradación de cantidad y luz, en que se le supo­ne; entre las figuras hay ambiente; lo historiado es superior; el capricho nuevo; y en fin, no hay encarecimiento que iguale al gusto y diligencia de esta obra; porque es verdad, no pintura Acabóla don Diego Velázquez el años de 1656, dejando en ella mucho que admirar y nada que exceder (...). Esta pintura fue de Su Majestad muy estimada, y en tanto que se hacía asistió frecuentemente a verla pintar; y asimis­mo la reina nuestra señora doña María Ana de Austria bajaba muchas veces, y las señoras infantas y damas, estimándolo por agradable deleite y entretenimiento. Co­locóse en el cuarto bajo de Su Majestad en la pieza del despacho, entre otras excelen­tes; y habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntóle el señor Carlos II, viéndole como atónito: `Qué os parece?' Y dijo: 'Señor, ésta es la teo­logía de la pintura': queriendo dar a entender que así como la Teología es la supe­rior de las ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la pintura".
Fragmento de Palomino (1655-1726), pintor y tratadista, del libro 'El museo pictórico'.




El Pais, 9 de enero de 1999

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