viernes, 24 de febrero de 2012

La mirada del actor





 Michelle Pfeiffer encandila a la audiencia como la cantante Susie Diamond en "Los fabulosos Baker Boys", rodada en 1989 junto a los hermanos Jeff y Beau Bridges.



Hay quien aprovecha las pausas de los rodajes para hacer punto. Yo hago fotos". Así, por un motivo tan prosaico y tan poco misterioso como evitar el aburrimiento, Jeff Bridges descu­brió el otro lado del objetivo y, de paso, su mira­da oculta. Susan, su esposa desde hace 18años, fue quien le dio la excusa: le regaló una Wi­delux, una curiosa cámara panorámica que alum­bra fotografías en blanco y negro en el formato ci­nemascope que se utilizaba en los años cincuen­ta. Divertido, Bridges adoptó la cámara como mascota. "Empecé a llevármela a los rodajes. como un simple hobby. Y si veía algo que me lla­maba la atención, disparaba". Durante años, Bridges ni siquiera utilizó fotómetro: medía la luz
a ojo, por las bravas, y no se rompía la cabeza en cuestión de composición. Así capturó rodajes como A la mañana siguiente, Tucker, Los fabulo­sos Baker Boys, Texasville, El rey pescador, Sin miedo a la vida o Tormenta blanca, y así adoptó su nueva personalidad de mirón, tan respetuoso como indiscreto. Y resultó que Bridges no es un fotógrafo al uso, ni siquiera un aficionado como Dios manda. Resultó que Bridges, que ahora be‑











 Arriba, los hermanos Bridges retocan su maquillaje en un descanso de los fabulosos Baker Boys'. Abajo, Gil Combes, doble de Jeff Bridges, se enfrenta a Nueva York en 'Sin miedo a la vida', de Peter Weir


ne 46 años, no se limitaba a retratar el resplandor de Micheile Pfeiffer, la sonrisa de Cybill Shepherd o el glamour del star-system. No, en la cámara de Bridges, como por arte de birlibirloque, se cuelan también las trastiendas de los platós, los cables enredados en el suelo, las conversaciones ca­suales de los eléctricos, los reflectores arrincona­dos, la mirada perdida de una maquilladora can­sada, una script tomando café, los gritos del equipo de producción y hasta los cinturones con herramientas que llevan los de efectos especia­les. Bridges se infiltra en el rodaje como un duen­de silencioso y espía cuidadosamente lo que se cuece y cómo se cuece. Y al final de la película, a modo de disculpa, regala a cada miembro del equipo un libro con todas sus fotografías. Les ha robado el alma sin que se dieran cuenta, es cier­to, pero tiene el detalle de devolvérsela envuelta en papel satinado. Su primera exposición profe sional se celebró en 1993, en una galería de San ta Mónica. Se titulaba Perdiendo la luz: foto grafías en e/ set y destinaba todos los beneficio: de sus ventas a End Hunger Network, una orga nización destinada a erradicar el hambre en E mundo sirviéndose de agresivas campañas di publicidad de la que Bridges es cofundador "Hace unos 15 años comprendí la gravedad de



Arriba, el director Peter Bodganovich prepara una toma de Texasville'. Abajo, Francis Ford Coppola recibe un relajante masaje durante el rodaje de Tucker, un hombre y su sueño'.




problema del hambre en el cundo", afirma. "La estadística que me abrió los ojos fue que cada tres días muere tanta gente de hambre como la que mató la bomba de Hiroshima. Hay que hacer algo: hay suficiente comida en el mundo, hay su­ficiente dinero y sabemos cómo acabar con el problema". La fotografía, sin embargo, no es la única vertiente artística de Bridges: también pinta -ha realizado varias exposiciones- y canta, compone y toca el piano, como demostró en Los fa­bulosos Baker Boys o en la banda sonora de John and Mary. Bridges ha recorrido un largo ca­mino desde que saltó definitivamente a los bra­zos del gran público con 27 años, gracias al pe­ludo King Kong y a una recién estrenada Jessica Lange. Desde entonces, más de 40 películas completan su currículo, adornado con nombres de grandes directores como Bodganovich, Huston, Coppola o Peter Weir, y con tres candidatu­ras al Oscar. Bridges, sin embargo, sigue sin al­canzar la categoría de megaestrella. "Gracias a. Dios", suspira complacido. "Nada me molestaría' más que eso". Criado a la sombra de dos instituciones de Hollywood -sus padres son Lloyd Dorothy Bridges-, el pequeño Jeff debutó en la pantalla grande con sólo ocho meses. Corría el año 1950, él llevaba pañales y Jane Greer le sostenía en brazos en The company she keeps. Lue­go vendrían varios episodios de la teleserie Sea Hunt junto a papá Lloyd, capítulos de Lassie y de The FBI, clases familiares de interpretación sen­tado en la cama después de cenar y muchos. muchos ensayos con su hermano Beau. "Mis pa­dres son mis héroes", afirma Bridges. "Puedo ha­blar sobre ellos durante horas. Uno de sus con­sejos es: 'Haz una superproducción y engorda tu cuenta corriente de manera que luego puedas hacer lo que quieras'. Y he comprobado que tie­nen razón. Ahora puedo hacer lo que quiero". Lo que quiere, de momento, es estrenar cuanto an­tes El espejo tiene dos caras, película en la que ha podido retratar con su Widelux a su protago­nista, directora y productora Barbra Streisand y la mítica Lauren Bacall, y pasar el mayor tiempo posible en su rancho de Montana, junto a sus tres hijas –de 14, 12 y 10 años– antes de enfren­tarse con un nuevo reto: su debut como director con The giver, basada en un premiadísimo relato infantil. El equipo de The giver ya sabe lo que ocurrirá: durante el rodaje, sus almas les serán robadas, pero justo el último día Bridges se las devolverá impresas en blanco y negro, para lue­go publicarlas, exponerlas y venderlas para paliar el hambre en el mundo. / Texto: Koro Castellano



El Pais Semanal año 1996

Ricardo Sanfeliz

El Arte como reposo del guerrero






Un hombre que es una extraña simbiosis: militar y artista, duro y blando, un algo arisco y un mucho cordial. Depende de cómo se le conozca, y depen­de de cuánto tiempo haga y en qué circunstancias. Para mí personalmente, como vieja pieza del de­corado de Selecciones Ilustradas que soy, Sanféliz es un personaje entrañablemente extraño y desen­cajado del ambiente que era aquella S. I. de los años 60. Un militar cuarentón entre un grupo de chavales de lo más desmelenado e indisciplinado es realmente un contraste que ahora, con el paso de los años, se hace aún más acusado. Y, veinte años más tarde, cuando uno tiene la edad que Sanféliz tenía en aquella época y cuando él es un hombre retirado que vive una existencia tranquila y apaci­ble, en su casa, rodeado por su esposa y sus hijos, el reencuentro es una especie de análisis y de exa­men de conciencia con respecto a los cambios que los años pueden obrar en nosotros. Antes que nada, entremos en materia con unos datos biográficos que nos evitarán que la conversación discurra por otros cauces que no sean los de un agradable reen­cuentro con un amigo que se nos perdió de vista casi veinte años atrás.





— ¿Qué fue antes, el huevo o la galli­na? ¿Fuiste antes dibujante o militar? —Pues no fue ni el huevo ni, la gallina, fue la vaca. Yo, ya de muy pequeño, dibujaba vacas, unas vacas con las tetas muy gordas. Pero, en realidad, las dos vocaciones fueron muy simultáneas. Cuando ingresé en la Academia Mi­litar, en Zaragoza, seguí dibujando. Pero la verdad es que el dibujo lo lle­vaba dentro y la vocación militar tam­bién, porque en mi familia, desde siem­pre, ha habido militares.
—Entonces, ¿fue a causa de tu entrada en la Academia Militar cuando se pro­dujo el, nacimiento de tu interés por el tema del soldado y el caballo?
—Lo de los caballos fue posterior a mi salida de la Academia. Estuve tanto tiempo viéndolos a diario que acumulé muchas imágenes que luego desarrolla­ría en mis cuadros.
Lo que parece evidente es que, si entraste en la Academia Militar muy joven, no tuviste ningún tipo de estu­dios artísticos.
-No, en absoluto. He sido siempre ab­solutamente autodidacta. Mis cuadros y mis dibujos han nacido de la obser­vación diaria, de la vida real. Muchas veces me han hecho la observación de que mis jinetes y sus monturas están siempre en unas posturas muy natura­les, y es que el que piensa que los caba­llos y los jinetes tienen que estar siem­pre en posturas triunfalistas, por decir­lo así, es que no saben nada de jinetes ni de caballos.
—Claro, porque eso sólo está en monu­mentos como el del Espartero y su fa­moso caballo, lo cual no es muy co­rriente.
—Exactamente. Lo más bonito de la postura de jinete y caballo es cuando se han pegado una marcha larga y están hartos de andar. Esa es una pos­tura completamente relajada, opuesta a la triunfalista. Cuando el jinete saca los pies de los estribos, cuando acari­cia el cuello del caballo. Esas no son posturas triunfalistas, sino muy autén­ticas.
—Ya me has dicho que el antecedente militar ha estado siempre en tu familia. Pero ¿hubo también antecedentes ar­tisticos?
Sí, un tío abuelo mío, hermano de la madre de mi madre, Federico Xaudaró, un dibujante que hacía el chiste diario en el periódico ABC. Mi padre le pre­guntó si había que dejarme seguir di­bujando, yo tenía entonces unos once o doce años, y él le respondió qu ha­bía que dejarme un par de años más a
ver por dónde tiraba yo. Pero estalló la guerra, mataron a mi padre y regresé en la Academia Militar, que era lo que en realidad a mí me gustaba.
-Y eso, ¿te descubrió también poco un cierto universo plástico? 
—Pues sí, me descubrió el universo del desierto, muy interesante para pintar. Estuve en la Policia Indígena del Sahara.
En ese tiempo hice dos exposiciones en Madrid y tuve mucha suerte, por­que lo vendí prácticamente todo. Aparte de eso, posteriormente, comen­cé a dibujar soldados de a pie, y tam­bién carros de combate, camiones y material bélico, y con eso me pasé dos o tres años. A mí, en la cuestión de encargos, siempre me han encasillado mucho.
-¿No has sentido nunca el deseo de moverte en otros campos y pintar otros temas más libres, como retratos, bodegones o paisajes?
—Paisajes he hecho bastantes, y tam­bién por encargo. Cosas para amigos y particulares. He hecho un poco de todo.
- Pero si por un momento hicieras abs­tracción y te olvidaras de las cosas que has pintado porque tu carrera te pre­disponía a ello o tus amigos te lo encargaban, ¿qué es lo que realmente te hubiera gustado pintar?




-Pintar señoras estupendas.
–Eso es porque pintabas vacas con te­tas gordas. (Risas)
–Te contaré por qué. Un día, visitando el estudio de Petronius, que es muy amigo mío, estaba pintando un cuadro de una señora, desnuda, y en un mo­mento dado me dijo: "Es que tú dis­frutas pintando aviones". Y yo le con­testé: "Sí, pero no tanto como tú pintando señoras en pelotas", porque en aquel momento tenía a la modelo en el estudio. Yo, entretanto, pintaba caba­llos.
– ¿Cómo te sentían tú en Selecciones Ilustradas, en los años 60 y siendo ya todo un militar de carrera, en un am­biente como aquel, lleno de gente muy joven y muy loca?
Bueno, pues al principio me sentí un poco incómodo. Pero luego, como siempre me ha gustado hablar con todo el mundo y nunca me he sentido al margen, pues empecé a charlar con unos y con otros.
--Pero, ¿llegaste a sentirte integrado con aquella gente?
–Pues sí, con unos más y con otros menos. Con quien más hablaba era con Fernando.
- ¿Cómo llegaste a conectar con Selec­ciones Ilustradas?
–Al destinarme a Barcelona, trabajé para Ediciones Toray. En esta última empresa, en la que hacía portadas para las novelas de Hazañas Bélicas y Rela­tos de Guerra, me aconsejaron que me pusiera en contacto con una agencia que acababa de inaugurarse, y que era precisamente SI Recuerdo que el pri­mer día que llamé a la puerta me reci­bió Toutain, con una escoba entre las manos, barriendo, porque aquello se acababa de reformar y pintar. Me dijo que volviera un par de semanas des­pués, y empezamos a colaborar. Pri­mero fue en historieta, que se me daba muy mal, y un día Toutain vio unas cosas a color que yo llevaba en una carpeta. Me dijo: " ¡Haber empezado por ahí!", y comencé a hacer portadas. Primero para España, luego para Arti­ma, en Francia, luego para Checkley y Fleetway, en Gran Bretaña, algunas cosas para Italia, en el Corriere dei Pic­coli... Luego el flujo de trabaio fue aflojando y, sin ningún problema por parte de S.I. ni por la mía, la colabora­ción se cortó. Yo seguí haciendo mis cuadros de jinetes y caballos y algunas otras cosas.
-Entre ellas, según me consta, dos co­lecciones de sellos que te dieron mu­chas satisfacciones.
–Sí, es cierto. Una fue la de deportes olímpicos que me encargó Samaranch, entonces Delegado Nacional de Depor­tes, para la Olimpiada de Méjico de 1968, por uno de cuyos sellos me, die­ron el premio el segundo sello más bo­nito del año, y la otra colección fue una serie de 45 ilustraciones sobre uniformes militares.
- Y a continuación, ¿qué vino?
–Un poco de todo. Colecciones de postales, encargos de particulares, li­bros como el de Caballería... eran los temas que más: conocía y por los que más se interesaba la gente.
–En resumen, siempre temas ligados a tu carrera de militar. Ahora, una vez retirado, ¿en qué términos te planteas la continuidad de tu faceta artística?
Pues mira, de momento me lo he to­mado con mucha tranquilidad. Por motivos de salud, descanso mucho, me gusta la cama y la pintura me la tomo un poco como un ejercicio de descanso y de relajación. Seguiré trabajando con calma, prepararé otra exposición, para la que ya tengo algún material, y espe­ro que tenga tanto éxito como la últi­ma que presenté recientemente en Grifé & Escoda, en Barcelona, y en la que vendí prácticamente todo lo que expuse.
–Aparte de la tendencia en la que te has encasillado, o quizá mejor en la que te han encasillado tus clientes pro­fesionales o particulares, ¿a qué ilus­tradores o pintores admiras, qué tipo de pintura no has hecho y quizá te hu­biera gustado hacer?
-Me es muy difícil apartar mis prefe­rencias de lo que yo mismo he hecho. Me gustan los especialistas franceses en temas militares, como Detaille, y en segundo lugar muchos de los ilustradores que tú conoces muy bien, como Josep M. Miralles, Longarón, Petro­nius...
¿Por qué has seguido fiel al gouache y no has intentado otras cosas, otras técnicas puras o mixtas, como ahora se estila: óleo, acrílicos, cera...?
—Pues porque el gouache lo domino muy bien y el óleo y todo lo demás me cuesta mucho. No me planteo la técni­ca de la pintura como una conquista y como un desafío, sino como algo tran­quilo, que me gusta hacer y me relaja.
- Viviendo tantos años en un ambien­te tan rígido y estricto como lo es el mundo militar, ¿has encontrado faci­lidades o dificultades para desarrollar tu carrera artística?
—Siempre facilidades y ánimos. Tanto la temática de mi obra como los clien­tes que la han, adquirido pertenecían muchas veces a ése mundo, y creo que sería muy difícil desligar una cosa de la otra.
Entrevista y fotos:
Manel Domínguez Navarro






Ilustracion Comix Internacional nº28 



jueves, 23 de febrero de 2012

La ciudad de cristal Paul Karasik/David Mazzuchelli




 NADA ES LO QUE PARECE

¿Tiene demasiado sentido ilustrar una narración en la que la sugerencia de la imaginación ya ha determinado las imágenes? ¿Hay algo que aña­dir a las palabras de Paul Auster, para que con las ilustraciones de David Mazzucchelli, el rela­to "La ciudad de cristal" nos ofrezca nuevas lectu­ras? No, la verdad es que no. La primera de las novelas de la trilogía de Nueva York de Paul Auster sigue siendo la misma y su adaptación al comic una buena historieta más, que intenta ser fiel al relato original.
Entonces, ¿dónde radica el encanto de esta adap­tación al comic? Lo interesante de este juego es establecer lazos de complicidad cultural en los diferentes medios. Quizás, algunos lectores habituales de Auster piquen el anzuelo y com­pren este comic gracias a un acto reflejo que les obliga a hacer un seguimiento de todo aquello que haga referencia a este autor. Puede, enton­ces, que recuerden que desde pequeños que no habían comprado un tebeo.
Los seguidores de David Mazzucchelli, dibujan­te que supo dar un toque underground al comic de superhéroes, quizás sientan curiosidad por conocer la obra de Auster y se enganchen a ella
gracias a este comic. Dentro de las hipótesis, esta historieta contribuye a ensanchar las miras culturales.
Pero sean cuales sean las motivaciones que lleven al lector a comprar la adaptación de "La ciudad de cristal", lo cierto es que nos hallamos ante una interesante reflexión de una de las sensaciones más trascendentales del ser humano: la soledad. Tanto da que ignoremos la novela original, como que los prejuicios culturales impidan leer un tebeo. El camino, aunque sea diferente, nos lleva a un lugar común: una historia que contar. Y en este espacio común es en el que se encuentran juntos el relato literario y el gráfico. Los dos medios están al servicio de contar una historia y ninguno de los dos, aunque usen artificios dife­rentes, desmerece del otro.   
El protagonista de la obra lo ha perdido todo. Su mujer, su hijo y casi su propia identidad. Daniel Quinn es un escritor, antaño de culto, que se refugia, tras el desastre de su historia personal, en el anonimato que le proporciona el escribir novelas policíacas. El narrador de sus obras es a la vez otro personaje. La inconsciente confusión que le provoca su trabajo se traduce a su vida. Nada es lo que es. Quinn se cree protagonista de sus novelas en un deseo total de huir de sí mismo, acercándose de esta manera a la pérdida de la noción de la realidad, que es equivalente a la pérdida de la razón.
Mazzucchelli ha reflejado la sintonía áspera del relato. Su trazo nervioso, aunque no exento de cierta candidez, se ajusta perfectamente al tono de la novela de Auster. Mazzucchelli se encuen­tra bien con este trabajo. Está habituado a dibu­jar personajes de características similares a la de Daniel Quinn. El Batman de "Año 1" o el Daredevil de "Born Again", creados ambos por Frank Miller, son un claro ejemplo de cómo la esquizofrenia puede desequilibrar a un indivi­duo.
La labor de Mazzucchelli ha sido allanada por el guionista Paul Karasik, que ha marcado exacta­mente el tempo de la acción tal como se encuen­tra en el libro. Karasik tampoco ha tenido pro­blema con los pasajes más oníricos del libro, que también están muy definidos en el trabajo de Auster.
Aunque con el comic de "La ciudad de cristal" no se ha intentado hacer un trabajo de creación en el sentido de aportar nuevos giros al relato, la adaptación, que no versión, ha atrapado la atmósfera inquietante y en ciertos momentos angustiosa del libro de Auster.
La dificultad de la existencia, lo fácil que es cru­zar la frontera de la cordura, la injusticia de la propia vida quedan reflejadas en estas páginas. Que las disfruten.
Jaume Vidal  

Articulo incluido en el número uno de la trilogía de comics "La ciudad de cristal"











Un número de teléfono equivocado, una llamada que suena en mitad de la noche, desencadena una historia que cambiará la vida de un hombre y lo transformará en otro distinto. El hombre es Daniel Quinn, antaño escritor de prestigio, que tras perder lo que más quería en el mundo -su mujer y su hijo- ha ido renunciando a su propia identidad refugiándose bajo un seudónimo para escri­bir novelas policiacas. Un día, el error insistente de una persona que llama bus­cando al detective Paul Auster hace que Quinn decida asumir ese nombre y esa nueva personalidad. Recibe el encargo de proteger a Peter Stillmann de su padre, que lo mantuvo encerrado durante nueve años en una habitación oscura, totalmen­te aislado del mundo. Ahora el padre sale de la cárcel y Stillmann y su mujer temen por su propia vida.
Éste es el punto de arranque de La ciudad de cristal, la novela de Paul Auster adap­tada al cómic por Mazzucchelli y Karasik. Un proyecto de enorme comple­jidad dadas las características del material original y del universo literario de Auster: un laberinto metalingüístico, un conti­nuo juego de espejos entre el autor y el lector, entre el mundo interior de la novela y el mundo exterior, que ilustran la complejidad de entender el mundo mediante el lenguaje, la dificultad de la comunicación humana y la imposibili­dad de conocernos a nosotros mismos y asumir las distintas personalidades que
todos llevamos dentro. Sólo por la dificultad del empeño y, sobre todo, por la manera de afrontarlo, este tebeo merece figurar entre lo más importante que se ha hecho en la década: Mazzucchelli y Karasik han conseguido algo tan difícil como mantenerse fieles al espíritu de la novela exprimiendo al máximo las virtudes propias de otro lenguaje, el de la historieta; lo que allí son recursos literarios y discursivos, con continuas digresiones verbales, aquí se convierte en pura imagen, en pura gramática visual. A pesar de tratarse de una obra de encargo que podía haberse quedado en una mera operación de "prestigio" cultural o de maquillaje literario, aprovechando el recla­mo de Auster para conquistar otros terrenos, los autores han sabido hacer suyas las propuestas intelectuales de la novela y convertirlas en material de exploración e investigación gráfica. En definitiva: una adaptación abordada sin ningún complejo de inferioridad, que obvia el camino más fácil -es decir, quedarse solamente con la pura trama detectivesca y hacer un tebeo de género con tintes intelectualoides- y que asume de lleno el enorme reto que supone contar las ideas, transmitir los complejos pensamientos y discursos presentes en la novela mediante una arriesgada exploración de las amplias posibilidades de la narrativa gráfica.
ENRIQUE BONET

Articulo de la revista U#20 junio 2000






miércoles, 22 de febrero de 2012

La fotógrafa más cotizada del mundo


Convencida de que su trabajo le ha otorgado una posición de privilegio y de gran responsabilidad, Annie Leibovitz, de 42 años, confiesa tener otros intereses además de captar la imagen de los triun­fadores y de la "beutiful people' norteamericana. Empezó hace 20 años en la revista 'Rolling Stone', sabe captar en un instante, en una postura o en una mueca las psicologías más complicadas, y se ha he­cho tan famosa como los personajes que retrata.


Texto: Albert Montagut Fotografía: Annie Leibovitz



A. Leibovitz. Esta foto no es suya -no tiene autorretratos-, sino de David Rose.


Su estudio es un enorme loft que representa y refleja Manhattan en todo su esplendor. Tulipa­nes amarillos, sofás cubiertos con sábanas blancas, un Apple Macin­tosh, una bolsa de Barney's, tazas re­pletas de café que nadie beberá, venti­ladores gigantes, enormes cubos de ba­sura, espacio, luz, un The New York Times deshojado y las torres gemelas del World Trade Center asomando por una de las ventanas. Los lapiceros amarillos con goma, las latas de Coca-Cola Light, los teléfonos AT&T Mer­lin de seis lineas, el ascensor montacar­gas, las paredes blancas y los ciclistas-mensajeros entrando y saliendo com­ponen el resto del escenario. También hay fotografías. Hay fotos en las pare­des, sobre las sillas, en los cajones, en las mesas, en el interior de carpetas, en sobres...
El estudio de la fotógrafa norte­americana Annie Leibovitz está situa­do al oeste del Greenwich Village, y desde sus ventanales uno cree poder zambullirse en el río Hudson y tocar la orilla de Nueva Jersey con la mano. Hace unas pocas horas el bailarín Mijaíl Baryshnikov ha posado en la enor­me tarima blanca que domina el cuer­po central del estudio. Sus fotos, en blanco y negro, están desperdigadas por el suelo y Leibovitz las está obser­vando y clasificando con un colabo­rador.
Alta, rubia, con el pelo muy largo, vestida con un suéter azul grueso y unos tejanos desgastados, con la per­sonalidad que caracteriza a las judías famosas y con un parecido asombroso a la actriz Barbra Streissand —"ella es más bajita", puntualiza—, Leibovitz reconoce que necesita unas vacaciones, "aunque sea para no hacer nada por unos días".
Una exposición itinerante, un libro de reciente aparición —Photographs Annie Leibovitz 1970-1990 (Harper Collins Publishers)—, que se ha agota­do en unos pocos días, y una larguísi­ma lista de encargos configuran el per­fil profesional reciente de la fotógrafa más cotizada del mundo. Ella tiene una idea exacta sobre el significado de su trabajo: "La fotografía es natural­mente un arte, es un medio de expre­sión y, por tanto, de arte; una forma de comunicar; tú utilizas herramientas, pero las controlas con tu mente para crear e interpretar diferentes formas, estilos y aproximaciones. Creo que la fotografía es más arte ahora que nun­ca, y, sí, me considero una artista".
Insistiendo en su opinión, Leibovitz se alegra de que fuera un artista-fotó­grafo, Robert Mapplethorpe, fallecido por el sida en marzo de 1989, quien disparara la polémica del arte obsceno con unas fotografías homo-eróticas. "Admiro a Mapplethorpe porque su trabajo fue contemporáneo. Él hizo la contraportada para mi libro de 1980. Su trabajo es el resultado del derecho de cada uno a expresarse como quiera y la demostración de que es un proble­ma del público decidir lo que quiere o no quiere ver". Sobre la polémica, Lei­bovitz declaró que es "bueno pelear en el lado de quien tiene la razón". Sobre el sida, señala: "Mi única opinión es que deberíamos hacer algo para vencer esta enfermedad. Deberíamos luchar, por ejemplo, por que otras ciudades es­tén tan dotadas como Nueva York para atender a los enfermos de sida".
Para cualquiera que hable con ella sobre su trabajo resulta evidente que existe un punto en donde la Leibovitz artista da paso a la profesional. Se tra­ta de un detalle que a ella le puede pa­sar inadvertido, pero que es el ejemplo del conflicto intelectual que se está li­brando en su mente. Sólo así se explica que poco después de hablar de arte de­clare que está muy interesada en "foto­grafiar a la gente que quiere posar para mi; éste es un trabajo que siempre he puesto en la cola, pero que ahora quie­ro llevar adelante. Si hay gente que quiere hacerse fotos, no veo nada malo en hacerlo; también hago publicidad, porque, al fin y al cabo, soy una profe­sional".
No cae, sin embargo, en el error de llevar su mensaje de que la fotografía es un arte a lo universal. Hay miles de reporteros gráficos que no se conside­ran artistas. "Todos / 





Keith Haring.
El dibujante callejero que convirtió el grafismo urbano en una forma ultramoderna de expresión artística, llegó a pintar su cuerpo desnudo para posar ante ella El resultado de aquel trabajo, dos años antes de que Haring muriera de sida, fue la serie de fotografías más increíble que se han hecho
jamás de este artista norteamericano.






Clint Eastwood.
Nadie, absolutamente nadie, ha logrado reflejar una imagen tan ajustada de América y de sus
héroes durante los últimos 20 años como lo ha hecho Leibovitz. Con ella, los personajes se
convierten en iconos. Este retrato del actor Clint Eastwood, el duro de las películas, fue
tomado en 1980.



tienen que hablar por sí mismos; yo supe muy pronto que no quería ser periodista y que esta­ba mucho más cómoda haciendo re­tratos, porque sólo así podía ser inter­pretativa y libre".
Su relación con el periodismo, o su ruptura con el medio, se produjo en Lí­bano. "Fui allí para cubrir la guerra para Rolling Stone en 1982 y vi a mu­chos reporteros montando sus fotos, obligando a cambiar a los soldados de sitio y poniendo los fusiles aquí y allí, estaba claro que eso no era periodis­mo; a mí me interesa ver algo y mos­trarlo de una determinada forma. De hecho, mi trabajo siempre ha estado relacionado con fotografías que refle­jan un punto de Vista personal".
Nadie, absolutamente nadie, ha lo­grado reflejar una imagen tan ajustada de América durante los últimos 20 años como lo ha hecho Leibovitz. Des­de las páginas de la innovadora revista
Rolling Stone, en los años setenta, has ta las actuales, lujosas, satinadas y per fumadas páginas de Vanity Fair, est mujer ha conseguido captar y conver tir en iconos a las personas que han configurado la historia más reciente de Estados Unidos.
Actores, músicos, atletas, políticos cantantes, bailarines y artistas han po sado ante la cámara de Leibovitz dón de y en la forma en la que ella ha queri do. El resultado ha sido una serie






  Whoopi Goldberg.
"Utilizas herramientas, pero las controlas con tu mente para crear diferentes formas y
estilos", afirma Leibovitz. "Creo que la fotografía es más arte ahora que nunca y, sí, me considero una artista". La imagen aquí reproducida pertenece a la actriz de El
color púrpura y Ghost, Whoopi Goldberg.

retratos de gran belleza y oportunidad que contienen tal carga de originalidad que han servido de pauta para miles de profesionales en todo el mundo.
"Las últimas fotos que he tomado han sido del bailarín Mijail Baryshni­kov y un reportaje para una portada de Vanity Fair que no estoy autorizada a revelar, la revista no me autoriza a hablar de los trabajos que estoy ha­ciendo. Pero sí puedo decir que uno de los próximos encargos es fotografiar a
Sigourney Weaver con motivo del es­treno de Alien 3", comenta, mientras uno de sus ayudantes abre una caja con el vestuario que utilizará Weaver para esa sesión.
Su relato sobre el retrato de la ac­triz Demi Moore embarazada de ocho meses explica con claridad su forma de trabajar y de entender el trabajo. "La foto de Demi Moore tardó en hacerse tres años, el tiempo que tardamos en conocernos. Me explico. Primero le hice las fotos de su primer hijo; después, una foto publicitaria para The Gap; más tarde, un reportaje con su es poso, Bruce [Bruce Willis]. Cuando vino al estudio, habíamos trabaja& juntas varias veces e hicimos las foto; en un solo día. Ambas nos sentimos cómodas, la sesión fue el resultado de una larga colaboración. Aquel día tiré 20 rollos, la cantidad dé película siem pre va en relación al tiempo que tengas: si crees que te





 Pelé.
Una de sus mejores fotos es la de Pelé. Admirada por las leyendas deportivas del futbolista brasileño, Leibovitz, austera como nunca,se limitó a fotografiar sus pies. Era en Nueva York, en 1981. Entre sus
últimos trabajos destaca el realizado con otro mito del deporte, el jugador de baloncesto Magic Johnson.





John Lennon,
la foto
No se atreve a decir cuál es su mejor fotografía.Pero existe una que ha marcado su carrera como ninguna: John Lennon desnudo abrazando a su mujer, Yoko Ono.
La foto se tomó en uno de los salones de la casa del ex Beatle, en Manhattan, el 8 de di­ciembre de 1981. Unas horas después de la toma, Lennon fue asesinado. "Le admiraba por la forma en que me trató la prime­ra vez, cuando yo tenía 19 años-,me dio confianza y trató de ayu­darme", comenta Leibovitz. "En los años setenta coloqué dos portadas en Rolling Stone con su imagen, y durante aquellos años llevé a cabo algunos en­cargos que me pidió Yoko para una pelicula".
Tras un largo paréntesis, Leibovitz contactó de nuevo con Lennon a finales de noviembre de 1981. Rolling Stone quería una portada del ex beatle con motivo de un nuevo álbum. Todo se preparó para el 8 de diciem­bre en la casa del compositor. Allí se hizo la foto de Lennon desnudo, en el suelo de su apar­tamento, abrazando a Yoko, vestida con unos tejanos y un suéter negro.
"Me enteré de su muerte po­cas horas después. Me llamó a casa mi jefe de Rolling Stone, John Winner, el editor, y me dijo que alguien con la descripción de Lennon había sido trasladado al Roosevelt Hospital herido de bala. Fui al hospital y estaba lle­no de periodistas y de gente. A las seis de la madrugada salió un médico anunciando que ha­bía muerto. Sólo pude hacer las fotos del médico confirmando la defunción".
La foto en cuestión es una obra de arte. Hace unas sema­nas, a raíz de una exposición de Leibovitz, se puso a la venta en una limitadísima serie de copias firmadas. Se vendieron a 200.000 pesetas y se agotaron.





Michael Jackson.
Para la fotógrafa, "el blanco y negro es muy dramático, muy documental, muy real,
pero el color tiene la cualidad de captar. Yo lo utilizo de una forma muy natural; el color
intimida, pero tiene fuerza". El cantante Michael Jackson, retratado aquí en 1989,
ha dicho de ella: "Annie, eres realmente mágica".



faltará tiempo, faltará‑ paras más por miedo a no captar lo que quieres".
Photographs Annie Leibovitz 1970­1990, su libro más reciente, es un gran éxito. La obra reúne una a una las fo­tografias de la exposición del mismo nombre que está recorriendo Estados Unidos con una gran aceptación y que también se podrá ver en Europa este mismo año.
Las fotos-retrato de personajes como John Lennon, Whoopi Gold­berg, Mijaíl Baryshnikov, Sammy Da-vis, Ella Fitzgerald, Tennessee Wil­liams y Mick Jagger, entre tantos otros, representan, a juicio de Alan Fenr, director de la National Portrait Gallery, de Washington, el "más claro ejemplo de la vitalidad de la cultura ac­tual y, al mismo tiempo, la muestra de uno de los trabajos fotográficos más importantes de este siglo".
"Algunas de sus fotografías, como la de John Belushi y Dan Aykroyd —The Blues Brothers—, contienen tal cantidad de información visual que se han convertido en marcados ejemplos de una época, a la vez que consiguen perpetuar un personaje en la mente del público", ha explicado William Stapp, uno de los responsables de la exposi­ción itinerante sobre el trabajo de la fotógrafa.
Desde el periodo underground desa­rrollado en sus primeras colaboracio­nes en Rolling Stone hasta el suntuoso trabajo desplegado en Vanity Fair, Leibovitz ha forjado un estilo propio, que combina la teatralidad con la inti­midad del personaje de tal forma que consigue presentarlo ante el público tal y como es, sin tapujos ni engaños. Sus fotos son inteligentes y audaces, y su nivel de popularidad es tal que en estos momentos pocos se resistirían a posar para ella con las ropas








Una guerra con apellidos
Uno de los últimos y más alabados trabajos publicados por Leibovitz en Vanity Fair es un extenso
reportaje sobre los protagonistas de la guerra del Golfo, y en el que aparecían, entre otros, los
generales Norman Schwarzkopf y Colin Powell, el portavoz del Pentágono Pete Williams, el
periodista de la CNN Peter Arnett, el ex secretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez
de Cuéllar y el bombardero invisible F 117-A. Faltaba el presidente iraquí, Sadam Husein.
"Fue un reportaje muy difícil porque el conflicto había terminado y era necesario explicar
gráficamente quién había estado implicado en la guerra; bueno, en aquella masacre. Mostré a los
personajes uno por uno, tal y como yo los veía".




y la postura que la fotógrafa decidiera. La carrera de Lei­bovitz es fácilmente reconocible si uno hace el esfuerzo de recordar determi­nadas fotografías. Por ejemplo, la ima­gen de Bruce Springsteen saltando so­bre una bandera norteamericana.
Pero la de Springsteen no es la úni­ca. Hay otras muchas instantáneas que los españoles reconocerían de inmedia­to. Fotografías que han ocupado por­tadas de revistas semanales y suple­mentos de periódicos que han servido para captar la atención del público. Muchas de esas fotos se han publicado en El País Semanal y también en Life, Esquire, Vogue, Paris Match, Elle y Stern.
Leibovitz rechaza por completo que esté dedicada única y exclusiva­mente a retratar a la beautiful people o a la América con glamour. Declara con firmeza que no se olvida de la cara os­cura de su país, la imagen de la Améri­ca de los vagabundos, el sida, las mino­rías, la pobreza y la violencia. "Natu­ralmente que me interesa esa otra América, vivo en este país. Trabajo las 24 horas del día, y quiza sí que debería fotografiar más a la gente de la calle. Reconozco que seria más interesante hacer las fotos que me gustan en lugar de las que me encargan; pero éste es mi trabajo y, además, después de 20 años, creo que estoy en una posición privile­giada, pero también de gran responsabi­lidad".







Greg Louganis.
Desde el periodo underground de sus primeras colaboraciones en Rolling Stone hasta el suntuoso trabajo de Vanity Fair, Leibovitz ha forjado un estilo propio que combina la teatralidad con la intimidad del personaje para presentarlo ante el público sin tapujos ni engaños. En este caso, el retratado es el nadador Louganis.



La fotógrafa nació en Connecticut hace 42 años. El trabajo de su padre, coronel de las Fuerzas Aéreas norte­americanas, le permitió visitar desde niña diferentes zonas de Estados Uni­dos e intuir que la diferencia de carac­teres y paisajes configuran un entorno globalmente común que sólo puede ser captado con una cámara.
Su carrera comenzó en los años se­
tenta, cuando inició cursos de pintura y fotografía en el San Francisco Art Institute, poco después de pasar unos meses en un kibutz israelí. "No me gus­ta hablar de política, pero estoy con­tenta de que árabes e israelíes estén tra­tando de arreglar sus diferencias, aun­que sé que es difícil porque se trata de un problema tan antiguo como la his­toria".
Con sólo 19 años de edad y con unos pocos ejemplos impresos de su in­
terés por la fotografía, Leibovitz envió su currículo a Rolling Stone. El editor, Jann Wenner, recibió el material poco antes de abandonar Nueva York para entrevistar a John Lennon y quedó tan impresionado que le pidió que le acompañara para que se encargara de las fotos. Su primer trabajo no pudo ser mejor: portada de la revista. Leibo­vitz explica que "nunca podré olvidar la sensación que representó ver una de mi fotografías en la portada de un Ro­lling Stone colgado en un quiosco de San Francisco". Tres años después, en 1973, era ya la responsable del depar­tamento de fotografía de la publi­cación.
Su asociación con Rolling Stone duró casi una década. Es memorable su exclusiva visión de la gira del con­junto The Rolling Stones por Estados Unidos en 1975. Sus imágenes de Jag­ger, Keith Richards y las demás pie­dras rodantes en moteles, camerinos y on the road configuran, sin duda, unas de las páginas más geniales de su por­tafolio. Elton John, Michael Jackson, Ronald Reagan, Bob Dylan, Joan Báez, David Lynch, Diane Keaton, Miles Davis, Jodie Foster y Magic Johnson son otros ejemplos de la va­riedad de personajes que han pasado a través de sus lentes.
Sus retratos se han convertido tam­bién en las imágenes de carteles y cam­pañas publicitarias, como la desarro­llada para American Express, en la que incluyó a Luciano Pavarotti y Ray Charles.
Todo ello ha hecho que la propia Leibovitz sea tan o más famosa que muchos personajes que posan para ella. La fotógrafa justifica su éxito con su primera experiencia profesional. "Rolling Stone me enseñó", dice, antes de reconocer que sigue evolucionando. "Me gusta mucho lo que estoy hacien­do y quiero seguir adelante, pero me gustaría mucho más elegir lo qué quie­ro hacer. Después de tantos años tra­bajando para revistas de noticias, quie­ras o no, estás tan influenciada por el medio en el que trabajas que los quie­res complacer. Ahora me siento un poco dando vueltas en círculos y por eso quiero volver a complacerme a mí misma".
La famosa retratista inició su carre­ra trabajando con cámaras de 35 milí­metros, pero hoy sus teorías acerca del material que utiliza son sorprendentes. "El blanco y negro es muy dramático, muy documental, muy real, pero el co­lor tiene la cualidad de captar. Yo lo




Paul McCartney.
Basta forzar un poco la memoria para que acudan varias imágenes que han fijado la personalidad de
los retratados. Entre ellas, muchas son del mundo de la música: las célebres de los Rolling Stone, Bruce Springsteen, Bob Dylan, Joan Báez, Michael Jackson y ex beatles como John Lennon y Paul
McCartney.




utilizo de una forma muy natural, el color intimida, pero tiene fuerza. Utilizo toda clase de herramientas, y si tengo que cambiarlas, las cambio. Para mí las cámaras son como computadoras, sirven o no sirven. No tienen nombres ni las idolatro. Uso Cannon, Nikon, Polaroid, Has­selblad, y en cuanto a la película, uti­lizo la que necesito en cada momen­to, dependiendo de la foto que quiero hacer, Kodak, Fuji o Agfa".
Después de haber fotografiado a miles de personas y de haber inmorta­lizado a las caras más famosas de Es­tados Unidos, Leibovitz tiene pen­diente una fotografía: su autorretrato. Ella confiesa que piensa muchas veces en esa foto. "Es un trabajo difícil, na­die más debería estar presente, pero es dificil colocarme al otro lado de la cá­mara para captar mi propia imagen, y si eso ocurre será como hacer una foto en la oscuridad". 



El Pais Semanal año 1991


Grendel Tales: Guerra de clanes por Darko Macan y Edvin Biukovic






Uno de los principales problemas que han tenido siempre los tebeos de guerra comerciales ha sido la falta de una personalidad definida por parte de los personajes, más allá de los cuatro arquetipos universales (el héroe, el secundario gracioso, la víctima y el adversario malo, malísimo). Por oposición, uno de los grandes logros de Grendel: Guerra de clanes es la palpable humanidad que rebosan todos y cada uno de sus personajes, prin­cipales y secundarios. Ya en la primera historia de las dos que componen el libro, Diablos y muertes, se apre­cia un esfuerzo notable por dotar a lo que se cuenta de una densidad especial. Por separado, las historias del monstruo que asuela los alrededores de Zagreb (sí, Agram es Zagreb, y los autores lo dejan claro en más de una ocasión) y la del fraticidio del Grendel-General no dejan de ser anecdóticas. Lo que les da toda su fuer­za es el orbitar alrededor de personajes tan sólidos como el de Drago, un guerrero con los días contados debi­do a que su cuerpo ha estado expuesto a unas radiaciones mortales y uno de los pocos reductos de cordura en un mundo en constante desintegración. Aferrado a sus tradiciones y habituado a utilizar la fuerza en últi­mo extremo (muy al contrario que sus compañeros, quienes han acabado por perder toda su humanidad en una espiral de muerte), Drago es el único capaz de percibir la violencia como el fruto de un proceso mimé­tico, y es también el único capaz de romper ese espejo vicioso, no en su encuentro con el temido monstruo, al que no consigue salvar, pero sí en la relación con su hermano, Goran, que prefiere seguir el camino del honor antes que el del asesinato, en oposición directa a Igor, el hijo del Grendel-General.
Esta oposición se acentúa aún más en La elección del diablo, historia más larga y elaborada en la que un Goran va crecido debe sobrevivir como puede en un mundo más embrutecido aún y en el que sus creencias apenas tienen sentido, lo que le condena a ser un eterno solitario; sobre todo después de haber visto la única posi­bilidad de alcanzar cierta felicidad desintegrarse entre sus manos debido, una vez más, a esa violencia mimetizada por los que le rodean.
Hay muchas otras cosas de las que podría hablar: del modo incisivo en el que se analiza la guerra en
Yugoslavia a través de los elementos de ficción, de lo bien que dibujaba Edvin Biukovic y de su prodigioso talento para la narración (puesto especialmente de manifiesto en esas maravillosas escenas intimistas), de la importancia que adquieren los pequeños detalles en el tapiz general, de la habilidad de los autores para con­tar una historia emi­nentemente violenta sin glorificar la violen­cia y de la admiración que me produce su capacidad para plante­ar reflexiones de pro­fundo calado sin resul­tar pedantes ni pesa­dos, sino solo brutal­mente sinceros. Pero como apenas tengo espacio, será mejor que me calle de una vez; no sin antes rogaros que... ¡por la madre que os trajo, leáis este tebeo!
OSCAR PALMER


Revista U#20 junio 2000

Batman Adventures varios autores





Casi resulta paradójico que una de las cabeceras más innovadoras y frescas de la pasada década haya sido esta trasposición de la también sorprendente serie anima­da que sobre Batman comenzara a emi­tirse en 1992. Tiene todos los ingredien­tes de un tebeo clásico: argumentos inte­ligentes, puesta estilizada y un concepto gráfico sorprendentemente eficaz por su sencillez y elegancia. Lo mejor de todo, la deliberada ausencia de pretensiones y su tono refrescante, exento de prejuicios.
El título ha ido variando, adaptándose a los cambios producidos en la serie ani­mada. Así, Batman Adventures publicó 36 números antes de transformarse en Batman and Robin Adventures, que a su vez se mantuvo durante 25 meses. Durante esos cinco años asistimos a un auténtico festival de la mejor historieta gracias al buen hacer de Ty Templeton, Kelley Puckett, Mike Parobeck y Rick Burchett: guiones sorprendentemente complejos y de una fluidez pasmosa, páginas de una brillantez desarmante resueltas con una engañosa simplicidad. Un trabajo gratificante y revolucionario que se transformó en título de cabecera de profesionales de todo el mundo (lo que son las cosas...).
Un cambio en la orientación de los dibujos animados obligó a cambiar el diseño de todos los personajes, infantilizándolos y estilizándolos aún más. Así, en 1998 ve la luz la nueva encarnación de nuestro tebeo favo­rito, bajo la cabecera de Barman: Gotham Adventures. Durante el primer año, los guiones trepidantes y de solidez clasicista de Templeton verían la puesta en página veloz y exquisita de un Rick Burchett arrebatador. Tras un corto baile de nombres, el número 14 será el primero escrito por Scott Peterson, actual guionista de la serie, y no tardará Tim Levins en firmar como dibujante fijo, completando así un equipo cuyos resultados pronto sorprendieron por la contundencia de la apuesta gráfica (la más estilizada que hasta ahora hemos podido disfrutar) y por la madurez técnica de un escritor novato tan lleno de recursos e ideas que a muchos debería caérseles la cara de vergüenza por llamarse a sí mismos profesionales.
Pero ya basta de historia, hablemos ahora del tebeo. ¿Qué decir? Podemos llenar lo que queda de folio de citas y referencias que se desprenden de las páginas de las distintas etapas de la serie (Alex Toth o Doug Wildey, por ejemplo). Podemos también glosar las excelencias de un trabajo que recupera las esencias de la mejor y más gratificante historieta de aventuras. Podemos deshacernos en elogios por su apuesta hedonista y falta de pretensiones, su evidente búsqueda de una diversión sin dobleces. O podemos perdernos en un aná­lisis de la arquitectura narrativa de cada cuaderno, el uso espectacular de la elipsis por parte de Puckett o Peterson, la audaz puesta de Tim Levins, su instinto para el diseño elegante y la secuencia espectacular. Pero todo eso nos robaría demasiado espacio. De lo que se trata, amigos, es de leer, de disfrutar. Y para eso, cre­edme, nada como este tebeo.
FRANCISCO NARANJO


Revista U#20 junio 2000

martes, 21 de febrero de 2012

Ribera. El regreso de El Españoleto

 Por primera vez, el Museo del Prado ofrece la posibilidad de contemplar una colección de cuadros y dibujos que nunca antes se habían reunido: la obra de Jusepe de Ribera, el primero de los grandes maestros de la pintura española.

 San Pedro y San Pablo. Museo de Bellas Artes de Estrasburgo (Francia)





 Detalle de la Purísima de Monterrey, un cuadro de gran tamaño que se conserva en el convento de las Agustinas de Salamanca.

 La Trinidad. Museo del Prado


 Arquímedes con el compás. Museo del Prado.



 Vieja usurera. Museo del Prado.


Jusepe de Ribera nació en Játi­va, Reino de Valencia, el 17 de febrero de 1591. Hijo de un zapatero remendón, tra­bajó posiblemente en Valencia, en el taller del pintor Francisco Ribalta, maestro e introductor de una nueva técnica empeñada en modelar las formas —sobre todo las figuras—mediante fuertes contrastes de luces y de sombras, buscando así un nue­vo relieve, ajeno a las pretensiones de renacentistas y naturalistas.
A sus 18 años, Jusepe de Ribera se encuentra ya en Roma, donde es­tudia las pinturas de los más glorio­sos antepasados de su arte: Rafael, Miguel Angel y Caravaggio, maes­tro en Italia de las nuevas técnicas a las que dio nombre. El caravaggis­mo fue la gran escuela de aquel re­cién llegado, quien pronto fue cono­cido por el sobrenombre de Lo Spagnoletto y que siempre acreditó junto a la firma su triple condición de español, valenciano y setabense, aunque jamás se le ocurriese salir de Italia, sabedor del refrán que en su tierra natal se dice, y que, sin duda, recordaría con frecuencia: "Qui bé estiga, que no es moga".
Fue su vida en Italia insuperable mezcla de venturas y desgracias. co­nocidas casi siempre por los relatos de envidiosos colegas: en Roma, cuando no era más que un muerto de hambre, le recogió y dio protección un cardenal, pero como el joven Ri­bera no podía soportar ni ceremonias ni estancias suntuosas, escapó de la tutela cardenalicia para refugiarse en­tre los mendigos, entre cuyos andra­jos y carnes macilentas encontró la fuente de sus inspiradas pinturas de santos torturados, penitentes desolla­dos y filósofos encuerados.
En 1617 ya está en Nápoles, en la corte de los virreyes españoles, a cu­yas órdenes pinta, de cuya preferen­cia disfruta y cuyos encargos le per­miten vivir como un magnate. Pinta por las mañanas, y por las tardes se ejercita con la espada, al frente de otros pintores napolitanos, como jefe de una auténtica Camorra que se enfrentaba a los pintores roma­nos, impidiéndoles que trabajaran en la catedral.
Aquel licencioso espadachín —según se ha escrito— tuvo un fi­nal lastimoso: frecuentaba su estu­dio un príncipe de la sangre, hermanastro del rey Felipe IV, que se enamoró de la hija del pintor, la raptó y se la llevó a un convento de Paler­mo. El pintor, desolado, se encerró en su casa y después desapareció para siempre jamás. Todos estos de­talles y otros muchos se escribieron en el libro El falsario...


 María Magdalena. Museo del Prado.


Lo cierto es que aquel spagnolet­to, a quien su contemporáneo Gui­do Reni consideró "piu enso e piufiero" que el propio Caravaggio, fue protegido por el duque de Osuna, entonces virrey de Nápoles, y éste fue quien le nombró pintor de cá­mara, prebenda y cargo en el que le mantuvieron los posteriores repre­sentantes de la Corona española. Los privilegios siempre han aca­rreado las envidias de los pares, y Ribera no iba a ser una excepción. También le valieron para ser admitido en la Academia de San Lucas, de Roma, para que el Papa le conce­diera el hábito de la orden de Cristo y para que Velázquez le visitase en sus viajes italianos, en 1629 y 1649.
Algo hubo de cierto en aquellos cacareados amoríos de su hija Ana con el bastardo —no hermanastro del rey, como se escribió en El falsa­rio...— Juan José de Austria, de quien Ribera pintó un retrato ecues­tre que se conserva en el Palacio Real de Madrid. Hubo una hija que, a sus 16 años y con el nombre de Margarita de la Cruz, profesó en el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Y hubo un apartarse de la corte, Aquel pintor que no se atrevió a pintar una Magdalena desnuda, pues su estricta moral se lo impedía, derrotado en su honor y enfermo sin remedio, se fue a vivir al Posilippo, el barrio más pobre de Nápoles, donde pasó sus últimos años gracias a la caridad y a los tra­bajos que le encomendaban los frai­les de San Martino, para quienes pintó La comunión de los apóstoles, un gran cuadro en el que incluyó su autorretrato. Allí pobremente mu­rió, a los 61 años, el 5 de septiembre de 1652, y fue enterrado en la iglesia de Santa María del Puerto.
Posiblemente se ha exagerado su tenebrismo y su caravaggismo, aun­que, según Burckhard, fue el suce­sor más espiritual de Caravaggio. También se ha podido exagerar su influencia inevitable sobre Veláz­quez y sobre todos los pintores es­pañoles del siglo XVII, pese a que sus lienzos no llegaron al alcázar de Madrid hasta después del año 1631. Pero nadie discute que fue, cronoló­gicamente, el primer gran maestro de la pintura más española.
"Jusepe Ribera, español valen­ciano. F. 1635" es la firma que, con trazos bien visibles, puso en su Purí­sima de Monterrey, la gran obra de la pintura barroca dedicada a uno de los temas más frecuentes en aquellos tiempos, la Virgen María, modelo de cuantos le sucedieron; un enorme cuadro en el que la Virgen, suspendida entre los cielos y la tie­rra, no se sabe si sube o si baja, si es una Asunción, una Encarnación una Purísima Concepción.

Martirio de San Bartolomé

Ribera pintó este cuadro por en­cargo del séptimo conde de Monte­rrey, Manuel de Fonseca y Zúñiga, cuñado del conde duque de Olivares y amante, como él, de todo arte y fasto.
Tuvo este conde de Monterrey, tal vez para suplir la esterilidad de su es­posa, Leonor de Guzmán, una hija concebida por noble y desconocida dama. Como definitivo albergue de este fruto extramarital, el duque se empeñó —y la legítima duquesa no se opuso— en construir un convento para las recoletas frente a su palacio de Salamanca, donde, como consta en el archivo secreto de las madres agustinas y acredita un documento autógrafo del propio conde, profesó a sus nueve años Inés Francisca de la Visitación, que llegó a ser virtuosisi­ma priora de aquella fundación y que, al parecer, mereció que la pin­tara el propio Velázquez.
Aunque la popularmente conoci­da como Purísima de Monterrey, res­taurada con motivo de la exposición, desde siempre oscureció otros lienzos de Ribera y de otros pintores que la rodean y acompañan, a los pies de la misma iglesia hay un San Jenaro que muchos han considerado como la obra principal de El Españoleto.

Ribera disperso


Aunque las obras de Ribera se han dispersado por los grandes museos de Europa y de Estados Unidos, Nápoles y Madrid acapararon las colecciones más numerosas. En el Museo del Prado se exponen habitualmente 50 cuadros de Ribera. Destacan El martirio de san Felipe, La Trinidad y La Magdalena. A la Academia de Bellas Artes de San Fernando pertenecen La asunción de la
Magdalena y un Ecce Homo. Hay importantes obras de Ribera, ahora expuestas en Madrid, pertenecientes a los museos de Bellas Artes de Barcelona, Bilbao, Vitoria y Valencia, pero son sorprendentes las obras que se custodian en el convento de las Agustinas de Salamanca, entre ellas la célebre Inmaculada de Monterrey y el San Jenaro, y en la sevillana colegiata de Osuna. Sorprendentes son también La mujer barbuda que se conserva en el Hospital Tavera de Toledo o el
Cristo colocado en la cruz de la parroquial de Cogolludo, en tierras de Guadalajara. El Ayuntamiento de Valladolid tiene un San Juan Bautista, y hay obras de Ribera en algunas colecciones particulares. Sin salir de Madrid, pueden verse cuadros de Ribera en El Escorial y en el palacio de tiña. En el Palacio Real está el retrato de Juan José de Austria.



Extra de El Pais Semanal 1992

lunes, 20 de febrero de 2012

MARIANO FORTUNY, EL ESPAÑOL ORIENTAL

La pintura del catalán Mariano Fortuny (1838-1874) estuvo prendida entre el encargo y la libertad creadora. Fue el joven maestro de lienzos orientales . Ahora, una exposición en Barcelona recuerda su obra.
Texto: Erika Bornay

 Jinete árabe. Patio de una casa de Tánger. Óleo sobre lienzo, 1867.


Cuando un día del año 1850 Mariá de les figuretes decide conducir a su nie­to de Reus a Barcelona, a Die, con unos documentos de pre­sentación para el escultor Do­ménech Talarn, a fin de hacer de él "un pintor", poco podía imaginarse que aquel niño de sólo 12 años iba a convertirse en el artista catalán más inter­nacional y adulado de su siglo. Pero es en la intuición y en la decidida actitud de su abuelo, conocido con aquel sobrenom­bre por ganarse la vida repre­sentando escenas históricas en un teatro ambulante de figuras de cera, de donde arranca la fulgurante carrera artística de Mariano Fortuny (Reus, 1838- Roma, 1874).
Sin embargo, en, la actuali­dad se desconoce, o casi nadie recuerda, la enorme repercu­sión y el impacto que produjo su obra, no sólo en el ámbito europeo, sino incluso en el de Estados Unidos, donde, como señala E. J. Sullivan en el catá­logo de la exposición que se inaugura el próximo día 18 en la Caixa de Pensions de Barcelo­na, Fortuny fue una de las fuen­tes de inspiración de muchos artistas norteamericanos, cuyo interés por la obra del pintor catalán no decaerá hasta el se­gundo decenio del presente si­glo, muy en particular después de la inauguración en Nueva York, en 1913, de la célebre ex­posición del Armory Show, que introducirá en aquel país las úl­timas tendencias de la vanguar­dia europea.
La respuesta a este desasi­miento por la obra creacional de Fortuny hemos de hallarla probablemente en el hecho de que su prematura muerte (como Rafael, Giorgione o Watteau, todos fallecidos alre­dedor de los 35 años) le impidió desarrollar unas inquietudes artísticas que no lograron, sal­vo excepciones, traspasar el muro que el romanticismo fati­gado de la época había cimen­tado en muchos ambientes ar­tísticos europeos, y desde luego el de Italia, primer país extran­jero en el que Fortuny residirá y continuará el período de forma­ción iniciado en Barcelona. El joven pintor llegará a aquella nación a principios de 1858, cuando Courbet ya había reali­zado sus obras realistas más combativas. Pero Italia, igno­rando el mensaje vivificador del pintor francés y los otros realis­tas, seguía practicando la pin­tura de historia, con excepción de Florencia, donde precisa­mente por aquellos años se es­taba desarrollando el movi­miento de los macchiaioli, cuya orientación realista se oponía al de la desfalleciente poética ro­mántica, con la que dificultosa­mente luchaba un reducido nú­mero de artistas más inquietos y receptivos a nuevas formula­ciones plásticas que oponer a las conservadoras de su en­torno.
Pero Fortuny, después de su aprendizaje en la Academia de Bellas Artes de Barcelona, do­minada por la doctrina nazare­na que impartían Claudi Loren­zale y Pau Milá i Fontanals, noirá a Florencia, sino a Roma, con una beca de ampliación de estudios creada por la Dipu­tación Provincial de Barcelona y Bellas Artes, que ganará por unanimidad a los 19 años de edad.
El pintor, que llega a Italia lleno de entusiasmo y de ansias de aprender, copia cuadros de los maestros y acude a visitar las exposiciones de las acade­mias de Francia y de San Lu­cas, donde triunfaban los pinto­res de temas de historia Fran­cesco Hayez y Giovanni Carne­vali, conocido como 11 Piccio. Sin embargo, Fortuny se da cuenta pronto de que las exi­gencias artísticas que derivande su tipo de beca de estudios le impiden experimentar con nue­vos lenguajes. A impulsos de su inquietud decide matricularse en la academia Giggi, donde trabajará diariamente unas cin­co horas con modelos al natu­ral, y por su cuenta, en su domi­cilio, pintará acuarelas con te­mas de la vida cotidiana. Esta intensa dedicación al trabajo la interrumpe en ocasiones para acudir a las tertulias del café Greco, donde, junto con otros pensionados españoles —Vi­cente Palmaroli, Eduardo Ro­sales, Lorenzo Vallés ...—, se reúne con artistas y pintores re­sidentes en Roma.



 La libélula. Óleo sobre lienzo, 1866-1867.


 Adelaida del Moral d´Agrassot. Acuarela sobre papel, 1874


A punto ya de finalizar su  beca de estudios en Italia, un nuevo e inesperado aconteci­miento hallará un trascenden­tal eco en su expresión artística. El 10 de enero de 1860, la Dipu­tación Provincial de Barcelona le encarga la realización de cua­tro cuadros grandes y seis me­dianos sobre "los aconteci­mientos más memorables de la gigantesca lucha" que tiene lu­gar, en África del Norte entre el Ejército español y el marroquí. A tal fin, la diputación le ofrece un crédito y cartas de recomen­dación para los generales O'Donnell, Ros de Olano y Prim. Fortuny acepta, regresa a España y, junto con Jaume Es­criu, se embarca a las pocas semanas en el puerto de Barcelo­na rumbo a Marruecos.
La experiencia africana se revelaría altamente estimulante para sus inquietudes plásticas. La luz y la gran riqueza cromá­tica de aquellas tierras impre­sionaron el ojo sensible de For­tuny como en 1832 deslumbra­ron la mirada de Delacroix. Aunque por las exigencias del encargo se veía obligado a to­mar notas y a ejecutar dibujos de los acontecimientos bélicos, su verdadero interés se dirigía hacia las escenas de la vida a su alrededor, con las calles abiga­rradas de gente, luz y exotismo. Los apuntes de los viajes que Fortuny realizó en África seránla clave de toda su obra orien­talista.
El cuadro más famoso de su estancia en Marruecos es el ti­tulado La batalla de Tetuán (1863), que hace referencia a la expugnación de un campamen­to marroquí, el 4 de febrero de 1860, por las tropas españolas, entre las que aparecen las figu­ras de los generales O'Donnell y Prim. Este enorme lienzo, para el que Fortuny se inspiró en la famosa obra La batalla de Smalah d´Abd-el-Kader, del pin­tor francés Horace Vernet, des­taca por su vibrante dinamismo y el rico cromatismo de la com­posición. Otra obra muy cono­cida en aquel período, y tam­bién, como la anterior, en el Museo de Arte Moderno de Barcelona, es La odalisca (1861), un tema muy recurrente desde el primer Ingres y uno de los que, bajo su apariencia exó­tica, canaliza el erotismo de la doble moral burguesa del siglo XIX.
Posteriormente, en un viaje a París, Fortuny admiró no sólo la obra de los grandes orienta­listas, sino también la pintura de los tableutin, pequeños cua­dros de gabinete con escenas costumbristas, tratadas con gran minuciosidad y muy en boga en aquella época. Meisso­nier, un artista francés que, como Fortuny,




 Odelisca. Óleo sobre lienzo, 1862 (Cuadro incompleto)


conoció en vida un éxito triunfal que le ha sido negado por la posteridad, era uno de los grandes virtuosos de este género que entusiasmaba a los coleccionistas.
Mariano Fortuny, impulsa­do tal vez por motivos eco­nómicos o por esa personalidad artística contradictoria que le caracterizó, se dejó seducir por las exigencias —y gratificacio­nes— del gusto de los compra­dores y marchantes, y en 1863, influenciado por los temas de Meissonier, y posiblemente por los de II Piccio, que con pince­ladas ligeras y veloces evocaba escenas y ambientes del rococó, iniciará su pintura de casacóncon el cuadro El coleccionista de estampas, de la que existen tres versiones, la primera de 1863. Este tipo de obras, junto con las de temática oriental, le otor­garon gran renombre, que se consolidaría a nivel internacio­nal con la célebre exposición de 1870 en la más importante gale­ría de París.
La década de los sesenta fue para Fortuny un período de im­portantes acontecimientos y de gran actividad profesional. En una carta a su amigo el pintor Tomás Moragas escribe: "Ten­go un frenesí, un furor para pro­ducir, y ¡quién sabe lo que seré...! ¡¡¡Paciencia!!!".
En aquellos años investigaen el campo de la acuarela y en el del grabado al aguafuerte, técnicas en las que asimismo se revela con unas dotes excep­cionales. En 1866 cierra un im­portante contrato con Adolphe Goupil, un reputado marchan­te parisiense. Fortuny se com­promete en este contrato a en­viarle durante un año un deter­minado número de obras, reci­biendo como contrapartida económica la cantidad de 24.000 francos oro. (La desa­zón y el disgusto que más ade­lante le producirán los com­promisos adquiridos con Gou­pil son paralelos a los de Goya en relación con su contrato para ejecutar cartones para tapices. Como éste, Fortuny se quejará: "Ya estoy harto de pintar moros y de tanta casaca. Quiero pintar como me dé la realísima gana".)
En 1867, el pintor contrae matrimonio con Cecilia, la hija mayor de Federico de Madra­zo, máximo pintor oficial de Es­paña, quien tiempo atrás, y mo­vido por su admiración, le ha­bía abierto su estudio madrile­ño. Durante su estancia en la capital, Fortuny ejecutó en el Museo del Prado copias de Ve­lázquez y Ribera (véase la in­fluencia de este último en Viejo desnudo al sol, 1173), pero sobre todo le impresionó Goya, y de nuevo escribe a Moragas:


 La carrera de la pólvora. Óleo sobre lienzo. 1863.



Mercader de tapices. Acuarela sobre papel, 1869 



"¡Hoy, con lo que he visto de Goya, estoy nervioso! ¡Si vieras qué cosas...! Cada día voy co­nociendo más que hay mucha afinidad entre lo que él buscaba y yo busco".
Esta admiración por el que bien se puede considerar inicia­dor de la pintura moderna se refleja en la famosa pintura so­bre tabla La vicaría (1870; exis­te otra versión anterior, realiza­da en 1867). Escena goyesca dentro del género de tableautin, el cuadro es un prodigio de eje­cución y muestra la variedad y riqueza de recursos del artista. La idea le surgió a Fortuny cuando realizaba las gestiones de papeleo previo a su boda.
Para su realización utilizó a su esposa, a varios familiares e in­cluso a Meissonier. La escena representa el interior de la vica­ría de una vieja iglesia españo­la, donde los componentes de una boda popular acuden a la firma del compromiso de matri­monio. En esta obra asombra la unión del detalle preciso y justo en figuras y objetos con la fres­cura y ligereza de ejecución en un tamaño tan pequeño (60 por 94 centímetros).
La admiración del público y un elogiosísimo artículo que Théophile Gautier escribió so­bre la obra contribuyeron a au­mentar el prestigio de Fortuny, que empezó a ser conocido in­ternacionalmente simplemente como el maestro.
Otra etapa importante para la carrera del artista fue su viaje y estancia en Granada en 1870, donde pinta paisajes llenos de luz en busca de esa modernidad que anhela reflejar en sus obras, pero su pincel, que desea liberarse, tiene que someterse a los compromisos previamente adquiridos con Goupil y el nor­teamericano W. H. Stewart, que siente ahora como barreras a sus inquietudes plásticas que progresivamente, se le van im­poniendo con más y más fuerza.
Finalmente, pero sobre todo el último año de su vida, Fortunyempieza a sentirse artísticamen­te liberado. En Porticí, en el golfo de Nápoles, donde se instala con su familia, aparece exultante. Allí pinta con plena libertad la vida a su alrededor, el mar, la playa. Será su época más fecunda. El 5 de septiembre de 1874, dos me­ses antes de morir, escribe a un amigo: "Había cosas buenas en mis cuadros, pero como estaban destinadas a la venta, no tenían el cachet de mi individualidad (pequeña o grande), forzado como estaba en transigir por el gusto de la época. Pero ahora, heme aquí ya lanzado; puedo pintar para mí, a mi gusto, todo lo que me plazca. Esto me da es­peranzas de progresar y mos­trarme en mi propia fiso­nomía...".
Precisamente un tiempo an­tes había tenido oportunidad de contemplar en una exposición la pintura de Renoir, uno de los maestros del impresionismo, y resulta altamente significativo que, entre los grandes nombres que allí exponían, sólo éste le in­teresó realmente. En sus últimas obras, Fortuny rehúsa, ya sin ti­tubeos, pintar temas neorromán­ticos y de casacón, y rechaza el preciosismo y la brillantez minia­turista. Busca el predominio de lo pictórico sobre lo narrativo, y pone el acento en los valores plásticos y en expresar aquella luz que descubrió en Marruecos, con pinceladas lumínicas, de mancha, atenta sobre todo a captar sintéticamente las masas cromáticas.
Su obra gráfica fue muy apreciada por sus contemporá­neos y pasó rápidamente a for­mar parte de importantes co­lecciones particulares, así como de bibliotecas y museos tanto de Europa como de Estados Unidos. Ciertamente, y como pone de relieve Rosa Vives en un artículo aparecido en la re­vista Serra d'Or con el epigra­mático título Fortuny gravador. Un avantguardista del vuit-cents, después de Goya, a quien mu­cho le debe en este campo, y an­tes que Picasso, Mariano For­tuny destaca como un artista paradigmático del grabado ori­ginal en España, no sólo por la maestría, espontaneidad y li­bertad de su trazo, sino por el carácter experimental en su tra­tamiento del aguafuerte, por su afán investigador en los aspec­tos formales y de textura de muchos de sus grabados, que parecen intuir el trabajo de los norteamericanos Mark Tobey y Jasper Johns.


Fragmento de Fantasía árabe. Óleo sobre lienzo, 1866


El Pais Semanal