domingo, 10 de abril de 2011

El pintor detallista. Mariano Fortuny (1838-1874)


E1 huérfano de 14 años que viajó a pie, en compañía de un anciano, desde su Reus natal, en Tarragona, a Bar­celona, donde pensaba paliar su penuria y estudiar en la Academia de Bellas Artes, llegaría a ser el mejor pintor español del siglo XIX después de Goya, según muchos especialistas. Aquel viaje iniciático de Ma­riano Fortuny con su abuelo es el primer episodio de pleno sabor romántico en una vida breve, inquieta, intensamente labo­riosa y llena de éxitos mundanos, sobre los cuales Fortuny, trabajador incansable, va­loraba el privilegio de disponer, durante sus dos años en Madrid, del Museo del Pra­do, por donde paseaba como Pedro por su casa (su suegro, el pintor Federico Madra­zo, era el director de la pinacoteca), y co­piar a puerta cerrada las obras maestras de Goya, Velázquez y Ribera; o el de instalar su taller de pintor en la Alhambra cuando acababa de ser declarada patrimonio na­cional y despejada de la colonia de vaga­bundos y mendigos que hacían vida en ella.

Cuando Fortuny murió se celebraron funerales multitudinarios: embajadores, directores de academias de bellas artes de todo el mundo, políticos y artistas siguie­ron su féretro. Y apenas éste llegó al ce­menterio, su pintura empezaba a caer en un profundo e inmediato olvido: en ese mismo año de 1874 se celebró la primera exposición impresionista, envuelta en gran escándalo. La historia del arte, que a partir de esa fecha es la historia de las co­rrientes de vanguardia, le dejaba atrás, confundido con sus contemporáneos, los pintores tardorrománticos y orientalistas Gérome, Meissonier, Bouguerau...

En 1962, Salvador Dalí quiso rescatarle de ese injusto olvido. Expuso en Barcelona su Batalla de Tetuán, interpretación deli­rante del cuadro homónimo de Fortuny y colgó ambos, el uno junto al otro, en el Salón del Tinell de Barcelona. Cincuenta mil personas acudieron a contemplar los dos óleos. Dalí aprovechó la ocasión para encomiar el hechizo misterioso de la tela de Fortuny y teorizar su pincelada como "sustancia atómica", prodigio de dinamis­mo y de "velocidad". Así, a su manera he­terodoxa, rendía homenaje y revalorizaba a uno de sus pintores predilectos

Este cuadro, encargo de la Diputación de Barcelona, brillante en numerosos as­pectos, probablemente malogrado en con­junto, fue el peor callejón sin salida de la trayectoria artística de Fortuny: bregó con él cuatro años, y al final prefirió devolver el dinero que se le había adelantado para liberarse del compromiso de entregarlo; pero también fue el más importante mojón de su carrera, porque le hizo viajar con la tropa expedicionaria española a Marrue­cos y descubrir la luz del sur.

Siglos atrás, España había tomado al­gunas plazas fuertes en las costas del nor­te africano -Ceuta, Melilla, Chafarinas, etcétera- para defender las costas penin­sulares de la depredación de la intensa ac­tividad de los corsarios berberiscos. Desde entonces eran frecuentes los choques fron­terizos más o menos violentos con las po­blaciones árabes. En 1859, uno de esos cho­ques sangrientos se tomó como excusa para una expedición de represalias y vol­ver a delimitar el territorio exento alrede­dor de la plaza de Ceuta. Cuarenta mil sol­dados españoles cruzaron el estrecho de Gibraltar, entre ellos un contingente de re­gulares catalanes al mando del general Prim, nacido en Reus, como Fortuny; las autoridades civiles catalanas decidieron que el joven y deslumbrante pintor al que tenían pensionado en Roma sería el artista idóneo para dejar constancia de las ha­zañas de las tropas en la campaña africa­na. Ésta duró un par de meses y alcanzó sus modestos objetivos. Después de con­cluida, y tras un breve viaje a París para estudiar los cuadros de Horacio Vernet, el pintor oficial del Segundo Imperio francés y muy celebrado pintor de batallas argeli­nas, Fortuny regresó a Roma para aplicar­se al cumplimiento del encargo: 10 telas de escenas bélicas que habrían de colgarse en las paredes de la Diputación.

Pero en lugar de escenas de heroico combate, Fortuny empezó a enviar a Bar­celona figuras de odaliscas y tipos moru­nos. Como no salía adelante en el empeño (La batalla de Tetuán carece del triunfalis­mo, la pompa escénica y el alegre colorido propio de esta clase de obras), logró redu­cir el compromiso de 10 cuadros a uno solo y que le volvieran a enviar a África para refrescar sus impresiones del color local. Estos viajes no le ayudaron a cumplir el encargo, pero le hicieron descubrir la ex­periencia de la luz africana y le pusieron en contacto con las costumbres y tipos exó­ticos que durante los siguientes años re­crearía en su pintura. Su iluminismo ten­dría un éxito enorme e infinidad de seguidores e imitadores. En Roma se puso en marcha una verdadera fábrica de acuare­las falsas de Fortuny "que hacían la ale­gría y las delicias de los extranjeros", y que también le arrancaron algunas risas al mismo Fortuny, según cuenta el barón Da­villierr, su amigo y biógrafo. Y en Granada, 20 años después de su muerte, un tipo le tendió a Santiago Rusiñol su tarjeta, don­de se leía: "Mariano Fernández, príncipe gitano, modelo de Fortuny". "Había sido realmente el modelo de Fortuny", escribe Rusiñol con retranca, "y de la fama del maestro había conquistado él su famita, con la cual vivía modestamente... Desde entonces no había pasado por Granada pintor cursi sin que le hubiera retratado más o menos".

La modestia natural de su carácter, su repugnancia de los aduladores y una extrema susceptibilidad de artista, deci­dieron que durante toda su carrera elu­diese someterse al juicio público de las ex­posiciones. Sus obras pasaban directa­mente de su caballete a las manos de su marchante, Adolphe Goupil, y de éstas a las de los coleccionistas; pero Goupil colgó en sus oficinas ese manifiesto de la maes­tría de Fortuny que es La vicaría, y ante su puerta se formaban fenomenales aglome­raciones de curiosos. Théophile Gautier le dedicó los primeros artículos elogiosos. "El nombre más pronunciado desde hace meses en el mundo de las artes es el de For­tuny, todo el mundo se pregunta: ¿has vis­to los cuadros de Fortuny? (...) Los artistas viajeros y los alumnos que vuelven de la Villa Medici hablan de un joven admira­blemente dotado que trabajaba fabulosa­mente en Roma, fuera de toda influencia de escuela...".

Esto sucedía en los años sesenta del si­glo XIX. Por esas fechas exponían también en París, en el "salón de los rechazados", jóvenes artistas como Manet, Pisarro o Whistler. Fortuny elogió por carta a Ma­net, pero probablemente no conoció lo que hacían los otros dos, ni los primeros pasos que estaba dando Cézanne.

El fenómeno de masas se repetiría en años sucesivos cada vez que Goupil ex­ponía sus cuadros, como La elección de la modelo, Fantasía árabe, Matanza de los abencerrajes, El encantador de serpientes, El jardín de los poetas y otros óleos, ade­más de las numerosas acuarelas y graba‑



dos. La princesa Mathilde, prima del em­perador Napoleón III, pintora exitosa, ex­trañamente apodada "el escote más bello de Europa", le invitaba a cenas de las que Fortuny, al que horrorizaba la etiqueta y la ceremonia, intentaba zafarse so pretexto de que no disponía de frac ni de sombrero de copa, y Alejandro Dumas hijo le tenía que arrastrar del brazo, refunfuñando y vestido con informal levita, a la encopeta­da mesa. Fortuny era un hombre extrema­damente tímido, más bien introvertido, poco inclinado a las bromas y renuente a la vida social; pero sabía que no podía lle­var tan lejos su misantropía, y se sentaba a los manteles de Napoleón III, y a los del duque de Riansares, esposo de María Cris­tina de España, y participaba en la conver­sación, mientras su mente seguía dándole vueltas al proyecto más largamente anhe­lado: pintar unos cuantos cuadros más para asegurar el mantenimiento económico

de su familia en los años siguientes; liberarse de Goupil, para comerciar directamente con los coleccionistas de su obra; decir adiós a Roma y volver a Granada, donde había pasado los dos años más felices y pletóricos de su vida, para instalarse definiti­vamente allí y pintar, de una vez por todas, "lo que me salga de las narices".

En sus cartas a los amigos se fueron haciendo frecuentes comentarios como éste: "Sigo trabajando; pero, en verdad, ya empiezo a estar un poco cansado (moralmente) del tipo de arte y de los Roma y de los cuadros que me ha impuesto el éxito, y que (entre nosotros) no son la ex­presión verdadera de mi tipo de talento. Con la gracia de Dios, y con la esperanza de que el resultado de mis últimos cuadros sea favorable, pienso descansar un poco...".

Ese arte que le habían impuesto pri­mero las estrecheces de sus comienzos y luego el éxito, era la pintura de "casaco­nes" o "de pelucas", muy apreciada por la burguesía decimonónica, que multiplicaba las escenas de carácter histórico. sobre todo ambientadas en el siglo XVIII. Era bienvenido todo exotismo y toda fantasía oriental que deparase al espectador un es­calofrío de temor o de sensualidad, que le hiciese anhelar otras latitudes confirmán­dole lo bien que a fin de cuentas hace uno quedándose en casita. La fotografía estaba aún en mantillas, y en pintura se valoraba el realismo más puntilloso y la anécdota más detallada. Fortuny, tan excelente en la pintura de arquitectura como en la crea­ción de personajes, era el más virtuoso en esa especialidad. Se admiraba sobre todo la elegancia de su composición, el cuidado de los detalles y la maestría en dar el relieve de las diferentes texturas y materiales, los reflejos de las sedas, los brillos de los me­tales, las transparencias de los vidrios y las temáticas amables o coloristas, y también ese plus de talento personal que, proce­dente de no se sabe qué recámaras, irrum­pe inesperadamente en la pose de un per­sonaje, en la atrevida combinación de co­lores de un tapiz. en un efecto de luz.



Lo característico en Fortuny desde su etapa en Granada (1870-1872) es que el asunto al que supuestamente estaba dedi­cada la tela, esos personajes en sus casa­cas, se iba achicando en la tela hasta con­vertirse en anécdota marginal, mientras las impresiones más matizadas de la luz,

los paisajes urbanos y arrabaleros, las ar­quitecturas y ruinas se enseñoreaban de los espacios centrales. Pintaba al aire libre lo que le atraía, y luego en el estudio in­corporaba los figurantes vestidos de guar­darropía. Era consciente de que aquellos espadachines y arcabuceros que tan ma­gistralmente retrataba empezaban a ser un incordio para su arte, pero nunca se había dedicado al paisajismo y no se decidía a eli­minarlos.

Quería pintar "sin preocuparse del gé­nero de moda, ni del gusto de aficionados y marchantes". Confirmó tales deseos en una última visita a París para visitar las exposiciones y salones, donde experimentó sólo disgusto y hastío frente a las obras de aquellos pintores que hasta entonces había considerado modelos a seguir, alcanzar y batir, y que ahora le parecían convencio­nales y repetitivos. Fortuny estaba cada vez más inquieto, buscando caminos más personales para su inmenso talento. Quizá los hubiera encontrado, de no terciar una súbita y misteriosa enfermedad que se lo llevó en tres días.

La exposición, comisariada por Cristi­na Mendoza, Mercé Doñaet y Francesc M. Quílez, en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), es la más ambiciosa y completa de las que hasta la fecha se han dedicado a Fortuny: participan cuadros de los grandes museos y de numerosas colec­ciones privadas.

La muestra pondrá de relieve no sólo el Fortuny de La vicaría, donde se plasman todas sus virtudes, los ecos goyescos, su virtuosismo, sino otros fortunys: el de las menos conocidas escenas taurinas, el mag­nífico grabador y aguafuertista, el que se sometió a la influencia de la pintura es­pañola del Siglo de Oro, y el último Fortuny, el que se anunciaba en los cuadros de Granada y en Portici (Italia), el que se escapaba del corsé academicista en beneficio de un arte más espontáneo, temperamental, que preludia el impresionismo y la modernidad artística de finales del XIX.

Pasó el último verano lejos de la Roma recién declarada capital del nuevo reino de Italia instalado con su familia en una villa frente al mar en Portici, en la bahía de Nápoles, un sucedá­neo bastante feliz de su lejana Granada. Allí reencontró la alegría de experimentar y de con­cederse el lujo de pintar alguna tela "que no es para vender, por­que nadie la compraría”. Pintó Playa de Portici, Villegiatura y Los hijos del pintor en un salón japonés, donde empezaba a tan­tear una fusión de los contrastes de color de la tradición japonesa con los conoci­mientos de dibujo occidentales. "Un boce­to sorprendente y que se hará célebre", re­seña una publicación de la época, "es la ti­tulada El carnicero. Ante un muro blanco, flagelado por un rayo cegador, salpicado de sangre, está tendido un buey degollado. Sobre él están sentados unos niños des­nudos. Diversos pedazos de carne cuelgan de los ganchos del techo, y a la izquierda se ve al carnicero, con el cráneo rapado y azulino, que sonríe a su cuchillo, que está limpiando. Ninguna descripción sabría dar cuenta de la magnificencia de este es­tudio, que, para siempre, será obra maestra de la pintura".

*

La exposición 'Maria Fortuny' puede verse, a partir del 17 de octubre y hasta el 18 de enero de 2004, en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), Barcelona. Parc de Montjuïc. De martes a domingos.







Luz de Italia.
Este era el taller que Fortuny tenía en la ciudad de Roma y donde pintó algunas de sus mejores obras, las de plenitud.


El Pais Semanal número 1411 Domingo 12 de octubre de 2003


No hay comentarios: